Deysi Jhojana
Flórez Álvarez es
filósofa de la Universidad de Antioquia y actualmente cursa la maestría en
Procesos Urbanos y Ambientales de la Universidad Eafit. Se ha desempeñado como agente
de cuidado en la Secretaría de Juventud de Medellín, líder departamental de Salud
Mental en el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), coordinadora de
Escuelas de No-violencia en la Universidad de Antioquia, profesora de
filosofías orientadas a la construcción de paz en la Asociación Cristiana de
Jóvenes (YMCA) y facilitadora en las Escuelas de Participación Ciudadana de la Alcaldía
de Medellín. Es cofundadora de la Corporación Arte 13 Circo Social, entidad con
doce años de experiencia en la promoción del arte como un bien público en la
Comuna 13 de la ciudad de Medellín.
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Entrada libre
Lugar:
Casa Museo Otraparte
Fecha: 28 de septiembre de 2024
Hora: 3:00 p.m.
Ver transmisión en vivo:
Youtube.com/CasaMuseoOtraparte
Otraparte.org/agenda-cultural/sofos/20240928-sofos/
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Lectura suelta
La
democracia: entre la soberanía popular
y las instituciones constitucionales
Por Rodrigo Uprimny
La democracia constitucional moderna está
atrapada en una inevitable tensión entre el ideal de la soberanía popular y la
realidad de las instituciones constitucionales. O, por decirlo con cierto
lenguaje teórico que viene desde el abate Sieyes en la Revolución Francesa,
pero que ha adquirido una nueva actualidad en Colombia: por la permanente
tensión entre el ‘poder constituyente’, que por definición es indomable
jurídicamente, y los ‘poderes constituidos’, que también por definición están
sometidos a las reglas constitucionales propias del Estado de derecho.
Esta tensión puede ser explicada así: la
democracia se funda en el ideal de la soberanía popular, que en su versión más
radical supone que el pueblo pueda gobernar todos los asuntos, a todo momento y
en la forma en que quiera. Esto es, que el pueblo sea omnipotente (puede
hacerlo todo), omnímodo (puede hacerlo de cualquier forma) y omnipresente
(puede hacerlo a todo momento).
No creo que un poder democrático tan
extremo sea deseable pues abre el camino al despotismo de las mayorías, que
oprimen a las minorías y anulan nuestra libertad individual, como lo temió
Stuart-Mill en su clásico texto Sobre la libertad. Pero incluso si fuera
deseable, una democracia directa y permanente de ese tipo es imposible, salvo
en una pequeña comunidad, pero no en los Estados nacionales modernos formados
por millones de ciudadanos muy diversos, como lo reconoció el propio Rousseau,
el gran teórico y defensor de la democracia directa.
La democracia de los Estados modernos no
ha sido ni puede ser una democracia directa permanente. Ha sido siempre
representativa y ha asumido la forma de un Estado de derecho regulado por una
constitución, que se entiende como la norma suprema. Algunas de esas
democracias representativas reconocen ciertos mecanismos de democracia directa,
como los plebiscitos o los referendos, pero se trata de expresiones
intermitentes y excepcionales del pueblo, que además están regladas por las
constituciones. No son entonces una expresión de un poder constituyente popular
soberano, sino formas acotadas y regladas de participación ciudadana directa.
Estas tensiones entre el poder
constituyente y los poderes constituidos generan una ambigüedad en la relación
entre el pueblo y la Constitución, entre la soberanía popular y el principio de
supremacía constitucional.
Por un lado, si creemos que, como lo
postula la teoría democrática, el pueblo es el soberano, entonces habría que
concluir que está por encima de la Constitución y de las instituciones
constitucionales por cuanto es el titular del poder constituyente originario.
Las formas y normas constitucionales no podrían entonces limitar el accionar
del pueblo, puesto que éste es el origen mismo de la Constitución.
Sin embargo, de otro lado, el problema
reside en saber cómo se expresa en un determinado momento el pueblo, y cómo se
puede garantizar que su voluntad se haya formado de manera libre. La respuesta
del constitucionalismo y de gran parte de la filosofía política contemporánea,
representada por autores tan diversos como Habermas o Bobbio, ha sido que la
única forma en que podemos garantizar una voluntad auténtica del pueblo en
Estados nacionales complejos de millones de habitantes es a través de
instituciones que permitan que los ciudadanos y ciudadanas, que son quienes
conforman realmente al pueblo, puedan expresarse en forma libre y periódica.
Una democracia digna de ese nombre sólo existe entonces si se garantizan los
derechos fundamentales por cuanto éstos constituyen el presupuesto para que
exista un ejercicio genuino de la soberanía popular. ¿O acaso podría haber una
verdadera democracia y soberanía popular sin que la libertad de expresión sea
respetada? ¿Realmente existe democracia si el gobernante de turno puede detener
cuando quiera a sus opositores y sin que exista ningún control judicial
efectivo contra esas arbitrariedades?
La voluntad popular
El ejercicio genuino de la soberanía
popular supone la existencia de un Estado de derecho, con separación de
poderes, a fin de que los gobernantes estén sometidos a la legalidad y sean
garantizados los derechos fundamentales, que representan en el fondo las reglas
constitutivas de la democracia. Las constituciones establecen entonces los
procedimientos que permiten la manifestación de la voluntad popular:
elecciones, organización de partidos, mecanismos de control jurisdiccional,
etc. La integridad y continuidad de la Constitución asegura así el mejor
funcionamiento democrático, mientras que la ruptura de sus reglas puede
conducir a gobiernos autocráticos.
La paradoja de la democracia moderna es
que la soberanía popular, para ser genuina, debe ser limitada, pues no puede
invadir los derechos fundamentales, que son los presupuestos de un ejercicio
genuino de esa soberanía. Y, por ello, la democracia supone el respeto del
Estado de derecho y de la supremacía constitucional.
Esta defensa de la supremacía
constitucional también se funda en los riesgos de que la democracia se anule a
sí misma —especialmente en periodos de turbulencia política— con líderes
autoritarios pero populares. El ejemplo clásico, pero no el único, es Hitler:
llegó al poder por medios democráticos en los tempestuosos años treinta
europeos, pero luego usó su popularidad para anular las libertades democráticas
y establecer un régimen totalitario. Aunque obviamente no son regímenes
asimilables, encontramos historias semejantes de destrucción de la democracia
por líderes populares con Chávez en Venezuela, Bukele en El Salvador o Erdogan
en Turquía.
Es precisamente en estos momentos
turbulentos y frente a estos riesgos de líderes autoritarios que las normas
constitucionales adquieren su mayor importancia, ya que son el mejor mecanismo
para preservar la democracia y tramitar pacíficamente la crisis. Por eso
algunos teóricos, como Jon Elster, han dicho que las constituciones se asemejan
al mástil al cual Ulises se ató para poder enfrentar la seducción mortal de las
sirenas. Las democracias deben atarse a ese mástil, que son las constituciones,
para poder navegar en estas aguas turbulentas y resistir a los cantos de sirena
del autoritarismo, que puedan acarrear la destrucción de la propia democracia.
La idea del constitucionalismo democrático
es entonces que las reglas básicas que regulan el funcionamiento del Estado y
la expresión de la soberanía popular sean fijadas en el momento del pacto
constituyente, con calma y en abstracto, antes de entrar en las aguas
turbulentas de la política. La supremacía constitucional aparece, así, como un
elemento esencial para garantizar la soberanía popular, aunque esto parezca
paradójico, pues implica que la Constitución le pone ciertos límites a lo
‘decidible’ por el pueblo a fin de que el pueblo, como conjunto de ciudadanos,
sea verdaderamente libre.
Es pues necesario entonces distinguir
entre el pueblo como soberano, titular del poder constituyente, y el pueblo
como comunidad jurídica organizada por las normas constitucionales. El primero
es el pueblo, antes y por encima de la Constitución, mientras que el segundo es
el pueblo dentro de la Constitución, que ejerce las facultades reguladas por el
ordenamiento jurídico. Esta tensión se ve en el texto mismo de nuestra Carta,
que señala que la «soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana
el poder», pero luego establece que esa soberanía debe ejercerse «en los
términos de la Constitución» y que es deber de los ciudadanos —es decir, del
pueblo— «acatar la Constitución y las leyes, y respetar y obedecer a las
autoridades» (CP arts. 3 y 4).
Esta tensión entre el pueblo soberano,
titular del poder constituyente, y el pueblo súbdito o comunidad jurídicamente
organizada —que en el fondo equivale a la vieja distinción de Rousseau entre el
ciudadano y el súbdito— plantea dilemas muy difíciles en la dinámica de la
democracia constitucional.
Una concepción extrema de la supremacía
constitucional es el llamado ‘monismo constitucionalista’ —siguiendo la
terminología de Bruce Ackerman—, conforme a la cual una vez el pueblo adopta la
Constitución, entonces su poder constituyente desaparece totalmente. Esta
visión es problemática, pues erosiona la soberanía popular ya que implica que
el pueblo queda totalmente atado a los rituales jurídicos y así, de soberano,
se trastoca en un reflejo del ordenamiento jurídico, en un simple elemento
subordinado del Estado y de la Constitución. Esta perspectiva puede entonces
ahogar la creatividad democrática de los ciudadanos y limitar las salidas
democráticas en situaciones de crisis.
Sin embargo, en el otro extremo, un
‘monismo democrático’, que implique el abandono de todo ritual procedimental
con la idea de que el pueblo mantiene en forma permanente su poder
constituyente, es también cuestionable: erosiona la supremacía constitucional y
el Estado de derecho y es el camino fácil hacia las autocracias plebiscitarias,
puesto que un gobernante popular y autoritario puede invocar voluntades
populares difusas a través de mecanismos irregulares, para de esa manera
legitimar cualquier tipo de decisión que le permita atornillarse en el poder.
La gran pregunta es entonces cómo
conciliar esas tendencias contrarias, inmanentes a la democracia
constitucional, entre el carácter potencialmente inorgánico de la voluntad
popular y el rigor formal de los procedimientos constitucionales, que a veces
se traducen como una tensión entre formas de democracia callejera —expresada en
manifestaciones masivas como las vividas en el estallido social de 2021— y las
instituciones constitucionales, reguladas jurídicamente.
No hay respuestas fáciles a ese
interrogante, pero creo que la teoría más apropiada es la siguiente: en una
democracia constitucional, el pueblo nunca abandona totalmente su poder
constituyente, pero éste entra, una vez adoptada la Constitución, en una cierta
hibernación o un estado de latencia. A partir de ese momento, el pueblo sólo
debe expresarse conforme a las reglas constitucionales. Sin embargo, es posible
admitir la irrupción del poder constituyente por fuera de las formas jurídicas
en circunstancias absolutamente excepcionales, en general ligadas a agudas
crisis de legitimidad, bloqueos institucionales y movilizaciones ciudadanas
intensas. Son los llamados ‘momentos constituyentes’, que son esas coyunturas
extraordinarias en las que la ciudadanía no se comporta en forma ordinaria, a
través de los canales institucionales y electorales rutinarios, sino que
irrumpe como un poder constituyente que reclama un nuevo pacto social. Pero
esas irrupciones del poder constituyente tienen riesgos y no siempre fructifican,
como lo muestra la reciente experiencia chilena. El estallido social fue para
ese país un verdadero momento constituyente, pero, por falta de acuerdos
políticos, no condujo a una constitución que fuera aceptada por la inmensa
mayoría de los chilenos.
En cambio, un ejemplo exitoso de irrupción
del poder constituyente ocurrió en 1990 en nuestro país. Colombia vivía una
crisis muy grave y existía un bloqueo político puesto que los mecanismos de
reforma constitucional no funcionaban bien. Sectores muy diversos propusieron
entonces un proceso que permitiera superar las limitaciones de la Constitución
de 1886, cuya legitimidad estaba en entredicho. Luego de complejas discusiones
jurídicas, fuertes movilizaciones ciudadanas y el aval de la Corte Suprema, hubo
un pronunciamiento popular sobre la propuesta de constituyente en la elección
presidencial de mayo de 1990. El apoyo fue masivo: 5.236.863 votos a favor y
230.080 en contra. César Gaviria llegó entonces a la presidencia con el mandato
popular de materializar una constituyente y por ello fue posible y legítima la
convocatoria de la asamblea constituyente, a pesar de haber sido heterodoxa
jurídicamente, por cuanto la Constitución de 1886 no autorizaba ese
procedimiento. Y fue entonces adoptada la Constitución de 1991, que no fue
fruto de una imposición hegemónica, sino expresión de un pacto de ampliación
democrática entre fuerzas diversas que habían estado enfrentadas, algunas de
ellas incluso por las armas. Esta Constitución dista de ser perfecta y ha sufrido
muchas reformas, no todas ellas muy democráticas, pero es un marco jurídico en
que la gran mayoría de los colombianos nos reconocemos, a pesar de nuestras
divisiones.
La defensa de la democracia implica que
aprendamos a navegar esa tensión entre la soberanía popular y las instituciones
constitucionales del Estado de derecho, entre el poder constituyente
democrático y los poderes constituidos. El reto es no ahogar la creatividad
democrática ciudadana, pero tampoco permitir atajos a los gobernantes
autoritarios.
Esto no es fácil pero tampoco imposible:
las mejores democracias han logrado una complementariedad dinámica y una
retroalimentación positiva entre la soberanía popular y el Estado de derecho:
han robustecido y multiplicado los canales de deliberación y participación
ciudadana, con lo cual logran una mejor expresión de la voluntad popular; y, al
mismo tiempo, han reforzado la protección de los derechos fundamentales y el
control de las eventuales arbitrariedades de las autoridades, con lo cual
logran Estados de derechos robustos. Repito: no es fácil lograr esas
combinaciones, lo cual muestra que la democracia es difícil.
Pero tal vez en esa dificultad reside
también su encanto.
Fuente:
Revista Cambio, Bogotá, 5 de mayo de
2024.
Grupo
Sofos
Correo electrónico: gruposofos@gmail.com
Blog: https://gruposofos.blogspot.com/
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