martes, 17 de octubre de 2023

 



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Entrada libre

Lugar: Casa Museo Otraparte
Fecha: 21 de octubre de 2023
Hora: 3:00 p.m.

Otraparte.org/agenda-cultural/sofos/20231021-sofos/


 

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Lectura suelta

El cielo no puede esperar

Hay sin dudas un exquisito cuidado en el guion de esta película canadiense ganadora del Oscar a Mejor filme Extranjero. Para quienes pudimos ver La caída del imperio americano (antecesora de este filme) es sólo la confirmación de un cine inteligente, tan cínico y crítico como sus personajes y director.

La historia narra los últimos días de Rèmy, un retirado profesor de historia que padeciendo cáncer en su etapa terminal, vive sus últimos minutos con su eterno grupo de amigos. En esta ocasión también, vuelve a encontrarse con su hijo mayor, quien es un exitoso empresario de finanzas en Londres y con el que nunca ha tenido una muy buena relación.

Porque Rèmy, vale aclararlo, nada tiene en común con su hijo. Él y su grupo de amigos son los vestigios de una otrora clase burguesa intelectual, de ascendencias progresistas y con un marcado interés por la cultura que los envuelve en una especie de cáscara de nuez ante el mundo. Sólo allí son felices, en ese continuo navegar por el pasado, hundidos en la memoria donde casi se olvidan los dolores y la misma muerte.

Momentos donde el tiempo no importa cuando las discusiones filosóficas o culturales se extienden con el sólo fin de hacer una hidalga demostración de conocimiento frente al otro. Como una especie de batalla que no busca ganadores, sino el bien común que vendrá de la mano de la suma de conocimiento a la conversación. Allí también hay felicidad en este grupo de amigos. Allí la cáscara de nuez los protege de todo.

Si la heroína, con la consecutiva aparición de un exquisito personaje, son la droga que calma los dolores de Rèmy; hay otro dolor, quizás más profundo y más difícil de aliviar, que es ese afrontarse con la muerte misma. Y peor aún: enfrentar ese partido descubriendo que no se está preparado para dejar esta vida como se creía, y que hay cuentas pendientes que no se han saldado.

Esta alegría que ronda a la muerte es lo que con extremada calidad logra reflejar el director Denys Arcand. Los chistes y las burlas inteligentes, junto a la imposibilidad casi nula de poder profundizar en los sentimientos de cada uno. Los recuerdos y sueños de un pasado glorioso, junto a un presente tan difícil como real. Y los baños de realidad, que en momentos se logran irónicamente con la heroína, revelan que la muerte se acerca y el vacío se agranda.

Y todo esto con las palabras de un gran guion. Obviamente, con la complicidad de un gran elenco de actores, y una fotografía de un paisaje canadiense que parece pincelado. Todo un clima de paz que Arcand logra crear, para esperar un momento, una muerte.

Esa muerte necesaria para que por un instante nos replanteemos nuestra vida.

Fuente:

https://www.montevideo.com.uy/ZZZ-No-se-usa/CRITICA-DE-CINE--LAS-INVASIONES-BARBARAS-uc10072

Grupo Sofos
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martes, 26 de septiembre de 2023

 



Ana Cristina Restrepo Jiménez (Medellín, 1970) es licenciada en Periodismo, especialista en Periodismo Urbano y magíster en Estudios Humanísticos. Ha publicado los libros Página en blanco (Sílaba Editores, 2012), El Hereje: Carlos Gaviria (Editorial Planeta, 2020) y Autorretrato, una alegoría al periodismo: antología de columnas (Sílaba Editores, 2022). En 2015 obtuvo el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría Mejor Entrevista Escrita por el reportaje «Carlos Gaviria Díaz: pensamiento, palabra, obra y omisión», publicado en la Revista Universidad de Antioquia, y en 2020 el Premio del Círculo de Periodistas de Bogotá en la categoría Mejor Columna por «Los muertos de agua», publicada en El Colombiano. Actualmente forma parte del equipo de panelistas de la emisora Blu Radio y es columnista de El Espectador y la revista Cambio.

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Entrada libre

Lugar: Casa Museo Otraparte
Fecha: 30 de septiembre de 2023
Hora: 3:00 p.m.

Ver transmisión en vivo:

Youtube.com/CasaMuseoOtraparte

Otraparte.org/agenda-cultural/sofos/20230930-sofos/

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Lecturas sueltas

Todas nosotras

Por Sara Jaramillo Klinkert

Lo que más me impresionó cuando conocí a mi profesor de filosofía no fue el hecho de que tartamudeara, ni mucho menos la irritación que exhibió en la primera clase. Recuerdo que, en un momento dado y sin ninguna causa externa que lo exaltara, pegó un grito, golpeó la mesa con el puño y se quedó hiperventilando por unos segundos en los que mis compañeros y yo alcanzamos a pensar que iba a desplomarse. Pero insisto: eso no fue lo más impresionante. A mí, de verdad, lo que me impactó fue que, un hombre heterosexual como él, hablara siempre en femenino inclusivo. Decía, por ejemplo: «Si todas nosotras estamos de acuerdo hacemos tal cosa». O: «Si todas nosotras queremos hacemos tal otra». Más tarde me enteré de dos datos clave que me permitieron entender su comportamiento. El primero era que estaba dejando de fumar y el síndrome de abstinencia lo tenía tan irritable que no se soportaba ni a sí mismo. El segundo era que jamás hablaba en masculino cuando la mayoría de sus alumnas eran mujeres.

No les miento si les digo que, clase tras clase, esa insistencia con el femenino inclusivo, al principio, me sonaba extraña. Estudié en uno de esos absurdos colegios sólo de mujeres, pero el día en que iba algún sacerdote siempre hablaba en masculino sin que a absolutamente a ninguna de nosotras le pareciera extraño. Decía: «Todos nosotros alabemos al señor» aunque éramos dos mil mujeres y un solo hombre, bueno, y el otro al que había supuestamente que adorar. ¿Era justo invisibilizar dos mil identidades femeninas solamente para que los dos señores (uno de dudosa existencia) se sintieran a gusto? ¿Por qué las mujeres estamos obligadas a identificarnos con el masculino y los hombres no con el femenino?

Lo anormal no es que se hable en masculino, lo anormal es que las mujeres estemos tan acostumbradas que no nos importe. Cuando adquirí consciencia de que el idioma es tan solo otra arma con la cual se ha invisibilizado a las mujeres, descubrí algo aún más anormal y es que, sabiéndolo, no me atrevo a cambiar mi propia forma de hablar. Acabo de terminar un curso en donde tuve catorce alumnas mujeres y un solo hombre. Fantaseé todo el tiempo con hablar en femenino y nunca me atreví por puro miedo a que ese único alumno se sintiera incómodo y excluido. ¿Por qué yo tengo miedo de ser excluyente? ¿Y por qué los hombres nunca tienen ese miedo? Estoy segura de que, salvo mi profesor de filosofía, casi ninguno ha reflexionado al respecto.

Otro ejemplo. Hace poco mandé a marcar una taza para regalarle a mis amigas escritoras. Dice: «Por favor no moleste a la escritora, ella podría incluirlo en su novela y matarlo». Resulta que por esos días un amigo muy querido publicó un libro y quise regalarle la taza, pero no me atreví porque el mensaje estaba en femenino. Ahora pensemos al revés: si el mensaje estuviera en masculino, yo habría recibido feliz esa taza sin cuestionar nada.

No sé cuál es la solución porque, la verdad, me irrita mucho el todas, todos y todes. Mientras tanto, voy a intentar hablar en femenino solamente para que los hombres se hagan el favor de entender la cuestión que planteo.

Fuente:

Periódico El Colombiano, domingo 16 de julio de 2023. Se reproduce con el permiso expreso de la autora.

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Censuras edificantes

Por Pascual Gaviria

En 1955, el gobierno de Laureano Gómez creó la Junta Nacional de Censura para unificar los criterios que dirigían el uso del veto o la tijera a las películas proyectadas en los cines del país. Cuatro de los diez miembros eran nombrados por el Cardenal Arzobispo Primado de Colombia. La censura llevaba quince años en manos de juntas municipales y departamentales. El cine se había convertido en el más importante espectáculo público —en la Medellín de 1953, más de cuatro millones de personas desfilaron por los 32 teatros de la ciudad— y los riesgos eran inmensos cuando se apagaba la luz. Hasta los médicos armaban sus películas. Un estudio de la Academia de Medicina de Medellín en 1945 habla de los efectos somáticos del cine en niños y adolescentes y llegaba a una conclusión para el género de terror: además de llevar a los jóvenes a sus «tendencias inferiores», el cine sin vigilancia aceleraba el desarrollo del «sistema gonadal». Los cine clubes fueron el instrumento para revelarse contra las juntas de censura y en su momento fueron denunciados como el telón de fondo de todas las perversidades.

Esas historias de hace ochenta años se leen hoy como ciencia ficción, casi con la nostalgia del cine como un ejercicio obsceno. Pero la censura siempre vuelve, disfrazada de gestos de inclusión o de protección frente a una ideología que quiere destruir un mundo bien establecido. Varias noticias del primer semestre de 2023 parecen sacadas de la prensa apolillada o de los sermones mal envejecidos.

Hace dos meses The Telegraph publicó un extenso estudio revisando las últimas ediciones de Roald Dahl, uno de los autores de literatura juvenil más leídos de todos los tiempos. Desde la solapa se supo lo que pasaría al interior. La advertencia era clara y dulce: «Este libro se escribió hace muchos años, por lo que revisamos regularmente el lenguaje para asegurarnos de que todos puedan seguir disfrutándolo hoy». Las alusiones a la apariencia física, a la salud mental, a la raza o el género tienen cientos de cambios en cada libro. Se trata, entonces, de una versión con todos los filtros de la corrección política.

Ridícula y ofensiva hasta el punto de cambiar una mención a Rudyard Kipling para sentar en su lugar a Jane Austen. El juego con Dahl que comenzó en 2020 se le llama «lecturas de sensibilidad». Una de las encargadas de la poda a Dahl es la fundación Inclusive Minds, que se describe como un «colectivo de personas apasionadas por la inclusión». Incluir a los lectores excluyendo a los personajes.

Pero los retoques son solo una faceta de la nueva censura. Muchas escuelas de Estados Unidos han visto florecer los clubes de lectura. Se trata de jóvenes que luchan para leer lo que quieran y no lo que les permiten. Al estilo de los cine clubes de los cincuenta. Las juntas de padres de familia se han convertido en tiranías en muchos estados y ordenan sacar libros de colegios y bibliotecas públicas. El último informe de PEN America, una ONG que rastrea la censura literaria, habla de 2.500 libros prohibidos en 5.000 escuelas de 32 estados. Lo que significa que cuatro millones de estudiantes han perdido la posibilidad de leer según su gusto e intereses. Los libros con protagonistas homosexuales o negros encabezan la lista de descabezados. Una ley aprobada en marzo en la Cámara de Representantes les entregaría mayores poderes de veto sobre los libros a los padres de familia.

En medio de esa oleada de censura era imposible que no apareciera la referencia a Fahrenheit 451. Adam Tritt, un poeta y activista de la Florida, creó la Fundación 451 que se encarga de distribuir los libros prohibidos en sitios públicos. Ahora es acusado de pedófilo por intentar apagar el incendio del puritanismo y las guerras partidistas.

Fuente:

Periódico El Espectador, martes 25 de abril de 2023.

Grupo Sofos
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martes, 22 de agosto de 2023

ARTE Y HUMANISMO: UN «SILENCIO» DEBIDO

 





Samuel Vásquez es poeta, dramaturgo, ensayista, músico y pintor. Profesor de Pintura, Diseño, Estética e Historia Comparada de las Artes en varias universidades. Fundador y director del Taller de Artes de Medellín, que congrega teatro, música y artes plásticas. En 1992 le fue conferido el Premio Nacional de Dramaturgia por su obra El sol negro y una Beca Nacional de Creación del Ministerio de Cultura por El plagio. En 1999 obtuvo una Mención en el Concurso Internacional de Dramaturgia Ciudad de Bogotá por su obra Raquel, historia de un grito silencioso. Premio de Ensayo Ciudad de Medellín (2005) por El abrazo de la mirada y Beca de Creación Ciudad de Medellín (2007) por su obra Para no llegar a Ítaca.

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Entrada libre

Lugar: Casa Museo Otraparte
Fecha: 26 de agosto de 2023
Hora: 3:00 p.m.

Ver transmisión en vivo:

Youtube.com/CasaMuseoOtraparte

Otraparte.org/agenda-cultural/sofos/20230826-sofos/

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Lectura suelta

La comedia del silencio

 Por Samuel Vásquez

1

Las figuras de cera «tan iguales» al modelo son lo más alejado del arte porque no miran, sólo copian. Y para copiar hay que abandonar las posibilidades de la mirada.

La pintura no copia: crea, imagina, descubre.

El parecido sólo es importante porque nos enseña a apreciar no únicamente la justicia del objeto hacia su función, su existencia real en la realidad dada, sino lo que lo hace existir por medio de lo que no lo conforma, de lo que no se le parece: manchas de color, líneas, relaciones plásticas...

El objeto provoca la aventura del ojo y su cómplice la mano. El ojo es la puerta primigenia del deseo.

El pintor transgrede lo real para provocar la mirada: la línea rompe el cerco de la forma, la mancha destruye las apariencias, el ojo multiplica los puntos de visión, la paleta cambia el color local para construir una armonía colorística, el pincel borra las texturas del objeto y crea nuevos acabados exclusivamente pictóricos, el espacio es demolido y reestructurado, los volúmenes son rotos para que aparezca el vacío, y al final lo que importa es poesía, atmósfera, ritmo.

La «verdad» de la pintura no es comparable. No depende de su fidelidad al copiar lo real dado, de su capacidad de representar lo visto, sino de su aptitud de revelación del ver, de la mirada.

La mirada se impone a la vista, el ojo al objeto, el hombre a la cosa. Más que la verdad de lo visible, la pintura es la verdad de la mirada.

La naturaleza es un diccionario, el arte es una sintaxis.

Cézanne llevaba su naturaleza muerta dibujada en el taller para encontrarle los colores en el campo. Corot terminaba en el taller sus pinturas empezadas en el campo.

Todo pintor es, a la vez, feligrés y hereje de un estilo.

Los grandes artistas no son imitadores, copistas de la obra de dios, de la realidad, del mundo: son sus rivales.

Como dice Malraux de Rembrandt, «figurar no es idealizar, ni dar una expresión: es dar un alma».

La pintura arranca la practicidad del objeto y lo transubstancia en ser estético.

La pintura no nos habla de lo real, nos suscita lo posible provocando la transformación de lo real o enseñándonos otra realidad de lo real, pero sobre todo, acentuando el cuadro como realidad pictórica que nos enseña una posibilidad real.

El cuadro se sumará a la realidad en el espacio práctico, como objeto pictórico, pero se mantendrá como posibilidad en el espacio trascendental.

Lo posible abre las puertas de lo real, lo tienta o lo ilumina: Lo posible es el futuro de lo real.

En la pintura figurativa siempre vivirá una ausencia en el corazón mismo de su presencia. Ausencia que es posibilidad. Presencia que es realidad.

La visión artística siempre es completa y corrige los defectos de la percepción y del ojo.

El ojo trata de habitar el cuadro, pero teme perderse en él.

El naturalismo satisface demasiado aprisa nuestro deseo, sufre de precocidad y resta placer y misterio.

La naturaleza está antes del hombre.

El hombre llega y la naturaleza se convierte en mundo.

Las palabras están antes que el poeta.

El poeta llega y las palabras se convierten en poesía.

La naturaleza es un diccionario y el ojo es poeta.

El pintor ve con las manos, modela con los ojos.

La expresión vence al modelo.

La inspiración somete a la representación.

El gesto gesta la forma.

La forma alimenta la imagen.

La memoria labra la imaginación.

En todo deseo hay una géstica que le es propia, y que propicia la realización del deseo. En el amor y en el arte.

La pintura se mueve entre el sueño y la artesanía.

Entre el grito y la forma.

Entre el placer y el trabajo.

Entre la aventura y el estilo.

La pintura opera como una ventana: es obstáculo y posibilidad, cerrazón y apertura. Podemos apreciar la belleza de la ventana o el paisaje que nos posibilita ver.

La imagen encarna.

Los Padres de la Iglesia afirmaban que creer en la imagen era creer en la encarnación.


 

2

No es verdad, como dicen los teóricos y curadores post, que los artistas de antes estaban «sometidos» a soportes y técnicas determinadas. Ignoran, ingenua o falazmente, que el arte no es una forma de sometimiento, y que por el contrario es un auténtico sendero de liberación.

¿Acaso creen estos señores que Louis Armstrong estuvo sometido a la trompeta y a su técnica? Si se sabe música se puede comprobar, y si no se sabe se puede intuir, que para Armstrong la música fue liberación, y su trompeta, una máquina de libertad. Y más allá: no canta a la libertad, es libertad ella misma. ¿Acaso estuvo sometido Pérez Prado al soporte pianístico y a una técnica que lo constreñían? Arte y libertad son sinónimos. Aun el arte de los esclavos es libre.

¿Es acaso el sintetizador la forma más libre de hacer música hoy en día porque está menos cargado de herencias de sentido que la trompeta y el piano, al ser un instrumento más reciente? ¿Se prefiere el sonido del sintetizador por ser más plano y menos expresivo y sensible, percepciones obsoletas? ¿Se prefiere el sonido del sintetizador porque carece de color y de texturas, sensibilidades del pasado? Pero van mucho más allá nuestros teóricos post, y ya han dicho que la gran ventaja de los DJ sobre los demás músicos contemporáneos es que «no padecen» la intermediación interpretativa de los instrumentistas musicales.

No se adopta el óleo por ser un material que viene cargado de un prestigio cultural, prestigio que presuntamente es insuflado con sólo usarlo. No se emplea el óleo para usufructuar ventajas de un medio institucionalizado y reputado. El artista usa el óleo porque le parece apropiado para decir lo que quiere decir. No por pereza mental, ni por comodidad. No es fácil hacer arte con un color aceitoso untado sobre una tela. (¡Prueben a hacerlo!). El artista usa el óleo como usa la palabra, herencia legítima. El artista usa el óleo como usa la repetida e «institucionalizada» palabra luz, la palabra casa, la palabra deseo.

4

Los intereses comerciales de galeristas y corredores de arte se hacen cómplices del grueso público para imponer un gusto reaccionario que repite hasta la estafa un estilo totalmente vacío de significación, facilitando la transacción comercial, y alimentando la panza del mercado y su apetito ansioso.

Aprietan hasta el límite el cuello del artista y llenan de aire sus bolsillos de tal forma que logran vencer su fortaleza ética hasta convertirlo en reproductor de una estética dulce, inofensiva y obediente, que abastece oportunamente el anhelo de muchos de sentirse incluidos en el gusto que impone la moda y que les ayuda a trepar socialmente para alcanzar un status que los distinga de la informe masa de sus congéneres.

Es cierto, también hay artistas de mala conciencia. Como dice Meyer Shapiro, los artistas, de quienes a menudo se asegura que se enfrentan a la organización social, no entran en conflicto con sus clientes, pues comparten su desprecio por el «público» y se muestran indiferentes a la vida social.

Pero siempre quedan algunos artistas que saben no morir asfixiados y que logran realizar una transfusión espiritual hacia su obra, logrando que ésta mantenga viva su pulsión.

5

Samudio pinta lo que nunca será noticia. Lo no espectacular.

Y es que pasa mucho más tiempo sin que nada ocurra, que los momentos noticiosos.

La vida no es una secuencia de hechos notables, de sucesos memorables.

Al hombre común no le suceden cosas importantes de manera constante.

Muchas veces el hombre común tiene la sensación de que las cosas les pasan a los demás, no a él.

Entre una cosa que no pasa y otra que no ocurre, hay un espacio que se llena de literatura. Aparece entonces el autor, con su forma de pensar, con sus ideas, con su adjetivación que califica pero que no muestra, que no devela. Y está muy claro que no es eso lo que le interesa a este pintor. Aquí nada pasa. Lo que ocurre aquí es lo que no pasa.

Samudio no «habla» de algo que mira en perspectiva.

Aquí se elimina el autor omnisciente. (El arte moderno es el triunfo de la imaginación sobre el recuerdo).

Habla desde acá, desde la arena, sin perspectiva, sin punto de vista. Por eso no hay representación del espacio escénico renacentista, que es siempre un espacio dispuesto para la ocupación, para la actuación, para el discurso. Aquí no hay lugar para la disertación ni para el espectáculo. No hay prédica, ni juicio, ni declaración, ni diálogo. No hay voz que pretenda persuadir. No se cree en la supuesta función redentora del arte que sólo logra mistificarlo. No relata algo que ha sucedido. No da testimonio de nada. Pinta algo que no ha sucedido y que sólo sucede ahora, en la obra.

Samudio no habla en tercera persona, habla en primera persona. Pero no busca un auditorio, ni siquiera una sala de exposiciones.

No habla de otros, habla de sí mismo.

Pero digo mal, él no habla. No habla, ni murmura, ni canta, ni grita.

Y ningún otro habla en su obra, ni grita, ni canta, ni murmura.

Toda expresión ha sido acallada, ha quedado adentro. No sale. Ha sido cerrada y encerrada.

Hay una intimidad inviolable en su expresión.

Pero digo mal, su obra no es expresiva, es impresiva: se expresa hacia adentro.

Aquí se da una pintura que crece y se desarrolla hacia adentro. Es decir, se recoge en sí misma para evitar cualquier tipo de proliferación que pueda parecer explicación, divagación o adjetivación. Para nada interesa alguna forma de proselitismo, pedagogía o moralismo. No interesa dar una lección a nadie, ni desea aclarar nada a nadie, ni establecer principio alguno, ni reunir a alguien en torno de la obra, ni que nadie se sienta identificado con ella.

El espectador no ha sido invitado aquí a conversar.

Como con Rulfo, hemos sido invitados «a callarnos».

Pero en este silencio no hay malicia alguna. Nada se oculta. No se crea silencio para crear tensión, como en la música, y después sorprendernos con un sonido memorable. Aquí el único y gran sonido es el silencio.

El silencio no existía antes de que el hombre llegara. El silencio no estaba dado de antemano, no existía antes de que llegara el autor. El silencio es creado. Ha sido necesaria una desocupación de todo sonido, una deconstrucción de todo ruido. El silencio se crea de análoga forma a como se crea el vacío. No es solamente un vacío en los oídos, es una presencia callada en el espacio, en las cosas… en la mirada.

Pero si Samudio quiere el silencio ¿por qué no deja de pintar?

Si Beckett quiere el silencio ¿por qué no deja de escribir?

En Arte el silencio no se adopta por una soberana decisión de la voluntad, ni por un ejercicio libre de la pereza. En Arte el silencio hay que merecerlo. Y pocos alcanzan a merecerlo. Rulfo, Beckett, Rothko, y unos cuantos. Es que aquí el silencio no es mudez. Aquí el silencio es dicho con las palabras, aquí el silencio es creado con las formas, con el color, con la atmósfera.

«Hay que continuar, voy a continuar, hay que decir las palabras mientras las haya», dice Malone. «Restablecer el silencio, este es el papel de los objetos» dice Molloy, y este es el papel fundamental de los objetos en la pintura de Samudio.

6

Samudio le da forma a Nadie.

Imagina a Nadie: Le da imagen; le da un alma.

«Figurar no es idealizar, ni dar una expresión: es dar un alma».

Por un acto de humildad, Nadie es él mismo.

«La humildad tiene una fuerza terrible» dice Dostoiesvky.

Con la fuerza de su humildad ha construido su invisibilidad, día a día, negación tras negación, fuga tras fuga, hasta conseguirlo.

Y en acto de soberana afirmación, su obra es la oportunidad de lo invisible.

Samudio muestra lo invisible, lo que no tiene estatus formal ni social.

Lo que no vale la pena ser atendido, lo que no vale la pena ser señalado, lo que no vale la pena ser mirado.

A eso que no tiene pasado ni futuro notables, le asigna un presente sin presencia, y lo sostiene con hilos de silencio.

Es la hora de los sin linaje, de los sin historia. Gente sin destino, que no tiene más que el día.

Es la hora de los invisibles y la fuerza escandalosa de su silencio.

Samudio nos invita, como Rulfo, no a platicar, sino a callarnos.

Todo poder tiene un discurso que proclama e impone. Aquí se opone el silencio. Esta es su rebeldía.

7

No hay identidad en estos a-personajes.

No poseen una característica que los distinga, que los resalte.

No hay gesto que los diferencie, ni rasgo que los separe.

No hay victoria en ellos, ni heroicidad, ni siquiera rabia.

No nos enseñan ningún camino de gloria ni de salvación.

Están ahí, sin esperanza y sin desesperación.

Nadie, podrían llamarse todos.

No se diferencian del vacío que los envuelve, de la soledad que los acompaña.

Estos a-personajes (estáticos por silenciosos), amalgamados al color, fundidos a la atmósfera creada por el color mismo, son esencialmente atmósfera.

Es ese color-atmósfera que adquieren las cosas a las seis y media de la tarde, cuando el índice del sol deja de señalarlas, cuando la tarde y la noche discuten y se abrazan.

Es este color, el personaje protagónico de esta obra.

Nada tiene que ver con el culto color florentino de Botero, ni con el color popular y gauguiniano de González. El color de Samudio no coquetea, no es una receta dulce para atraer. Es un color cocinado, morigerado por el tiempo. Es un color pétreo. «Hablarán por mí las rocas, pero yo no hablaré». Y una pétrea quietud se siente en cada obra. Una quietud grave, pesada, densa, envuelta en un silencio calmado y tranquilo. He ahí la dialéctica oposición que equilibra la elección de los solitarios.

De la exuberancia formal de Botero, y el expresionismo colorístico de González nada hay aquí. Ellos son el éxito comercial y el éxito intelectual entre nosotros. Samudio elige el fracaso. Evita exponer sus obras, evade las inauguraciones, esquiva las reuniones sociales, huye de todo. «Hacer arte es atreverse a fracasar como ningún otro se atreve», dice Beckett.

Huyendo de la originalidad, Samudio ha encontrado sus orígenes.

Ha encontrado un silencio atávico, una soledad ancestral.

Aquí está, por excepcional vez, lo andino sin tipismos, sin tópicos, sin trajes.

No se propone una regresión historicista que reubique un tema local para ser reapropiado, ni se plantea una relectura de lo andino que reinterprete y resignifique formas y colores populares para ser recontextualizados en un campo artístico renovado y globalizado que los reubique en un marco estético más amplio y participado, como diría un conspicuo curador post.

Aquí está lo andino con su estática humanidad y su ausencia de destino.

Aquí está Samudio.

8

A Samudio le es endosable la frase de su querido Juan Rulfo: «Yo sé que todos los hombres están solos. Pero yo más».

Fuente:

Comunicación personal. Texto cedido amablemente por el autor para el Grupo Sofos.

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martes, 18 de julio de 2023

LA EUTANASIA Y EL DERECHO A MORIR DIGNAMENTE UNA REFLEXIÓN DESDE LA BIOÉTICA Y EL DERECHO

 





 

Clara María Mira González es abogada, especialista en Estudios Internacionales, magíster en Ciencia Política de la Universidad de Antioquia y especialista en Gerencia de la Seguridad Social de la Universidad CES, donde actualmente ejerce como docente, coordinadora de Investigación e Innovación y editora de la revista CES Derecho.

Hernán Mira Fernández es médico psiquiatra de la Universidad de Antioquia, miembro del Grupo Paz y Reconciliación en el Centro de Fe y Culturas, fundador de la Cátedra Héctor Abad Gómez y columnista. Actualmente ejerce como profesor de la cátedra Ética-Bioética en la Universidad de Antioquia y ocasionalmente en la Universidad CES.

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Entrada libre

Lugar: Casa Museo Otraparte

Fecha: 22 de julio de 2023

Hora: 3:00 p.m.

Ver transmisión en vivo:

Youtube.com/CasaMuseoOtraparte

Otraparte.org/agenda-cultural/sofos/20230722-sofos

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Lecturas preliminares

Del otro lado del jardín
~ Fragmento ~

 Por Carlos Framb

Si bien Schopenhauer desestima el suicidio a partir de su metafísica, se sirve de Hume para atacar los argumentos teológicos contra el suicidio. Las razones contra el suicidio sostenidas por los sacerdotes de las religiones monoteístas, o sea hebraicas, y por los filósofos que se acogen a ellas son débiles sofismas fácilmente refutables. Schopenhauer defiende el derecho del ser humano a definir el límite de su vida como inalienable afirmación de su voluntad: no hay nada en el mundo sobre lo que cada hombre tenga título más inexpugnable que sobre su propia vida o persona.

Entre los grandes filósofos, Nietzsche, finalmente, considera que en ciertas circunstancias es inconveniente vivir por más tiempo, y que continuar vegetando en dependencia de médicos y practicantes, cuando se ha perdido el sentido de la vida, debería motivar un profundo desprecio por parte de la sociedad. Morir orgullosamente, cuando ya no sea posible vivir con orgullo.

En la actual sociedad occidental el suicidio suscita, en términos generales, un sentimiento de rechazo. Perduran atavismos judeocristianos y el fantasma del pecado merodea todavía por la casa de la ciencia: psiquiatras, psicólogos y sociólogos tratan el suicidio como una patología o un vicio. La ley se limita a prohibirnos recurrir a la complicidad activa del prójimo, a obligarnos a una muerte solitaria. Por su parte, el Estado y sus servicios médicos no tienen en cuenta el deseo de morir del individuo, y al custodiar celosamente los medicamentos y el conocimiento de las dosis que permiten morir con serenidad, nos niegan el derecho a controlar la modalidad más humana e indolora de la muerte.

Bienvenida sea la muerte voluntaria, ese hermoso privilegio del hombre, ese acto de tenaz rebelión, de suprema insumisión y de desasimiento, de rechazo al veredicto de la mayoría, al prejuicio biológico que nos condena a la vida y al naufragio de mil fatalidades no queridas; pero acto también de autoafirmación, de obediencia y pertenencia a sí mismo, de dignidad razonada y humanidad dirigida contra el ciego dominio de la naturaleza; grito de libertad en su dimensión extrema, triunfo de un yo que se debe sólo a sí mismo, gesto superior de autonomía, soberanía y honor en que el ser humano está a solas consigo, y ante el que la sociedad debe callar.

Derecho elemental a disponer de la propia vida, a despedirse, cuando se desea y como se desea, de una existencia que por razones personales no parece ya digna de ser vivida; a desprenderse del pesado fardo del cuerpo, que se conoce ya demasiado bien, con todas sus miserias; a tirar la vida como una flor, con indiferencia altiva; derecho a una muerte limpia, sin dolor y sin violencia, en la lucidez y la ternura, sin otras angustias que las inherentes a la separación; derecho a desvanecerse dulcemente cuando el fin está próximo y ya sólo nos espera el horror; derecho a la desesperación y al fracaso; derecho a desertar de una lucha que se sabe de antemano perdida y de un juego cuyas reglas no aceptamos; derecho a marcar uno mismo el límite de la existencia, a ponerlo todo en duda, a marcharse sin ruido de un mundo que nos acorrala y que despreciamos, de una sociedad que enferma y enloquece, que decapita y electrocuta, de una humanidad que se ahoga en sus propios desechos. Derecho a matarse en protesta por nacer sin haberlo pedido, por estar condenado a la muerte, por el carácter insensato de esta agitación cotidiana, por la inutilidad del sufrimiento, por las tristezas e injusticias de esta Tierra, por una vida sin brillo, por un mundo devastado donde el olvido parece la única realidad y la desilusión sin remedio la única actitud.

Liberación más que amenaza, sueño definitivo más que agonía, prerrogativa más que castigo, gesto último, no de agresión, sino de reconciliación con uno mismo, arte de partir a tiempo, búsqueda del aire libre, acercamiento a la tierra, idea bienhechora de ser humus, toque final de gracia, decorosa abdicación de príncipes sin reino, huida del absurdo de la existencia al absurdo de la nada, renuncia a la lógica de la vida y a la proliferación maligna del ser. El suicidio tranquilo es la muerte más natural porque es la que uno ha escogido libremente, y no la que nos imponen los verdugos; muerte diferente, serena, consciente, sin ataque por sorpresa, muerte vital incluso, alegre y poética si se quiere, muerte propia —como quería Rilke—, muerte digna que da a la existencia su justo final y que nos venga de las humillaciones que nos inflige el destino.

Fuente:

Del otro lado del jardín, pp. 75-78. Se reproduce con el permiso expreso del autor.

 

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Cien cuyes

Por Diego Aristizábal Múnera

Solemos ser tan solemnes para hablar de la muerte, que muchas veces no queda más remedio que seguir viviendo bajo la absurda idea de la eternidad. Si alguien habla de la muerte en el almuerzo familiar, lo más probable es que sea catalogado como ave de mal agüero, alguien dirá que la muerte no debe llamarse porque entonces viene, como si esa parca, flaca y huesuda, tuviera sobre todo orejas, como si en un almuerzo familiar ella no pudiera sentarse y participar de eso que simplemente ocurre y ya, y no hay que aceptarla en silencio. Por hablar de la muerte no nos vamos a morir, digo yo.

Recién leí Cien cuyes, del escritor peruano Gustavo Rodríguez, una novela que le quita la solemnidad a la muerte, a la vejez, a la muerte digna, y lo hace de una forma tan bonita y graciosa, que dan ganas de ponerle orden al asunto, organizarla bien, en todos los sentidos, porque pensar en la muerte es una forma linda de celebrar la vida.

¿Han pensado en cómo les gustaría morir? ¿Han imaginado qué canción sería la última que quisieran escuchar mientras mueren o cuál desearían que los vivos pusieran para que recuerden al muerto? ¿Deberíamos hablar de la muerte con la misma naturalidad con que hablamos del nacimiento? ¿Cuáles son los miedos que tenemos ante la muerte? ¿Cuál sería la última imagen con la cual quisieran quedarse antes de morir? ¿Serían cómplices de una muerte asistida, o para ponerlo en términos de la novela, cuidarían a alguien hasta el último suspiro? Si tener la información a tiempo es la clave para decidir la longitud de una película… y también la de una vida, ¿les gustaría tener la información a tiempo?

Se vale pensar en la muerte sin que eso te haga un pesimista ante la vida; al contrario, en la medida que más familiarizados estemos con la muerte, hagamos más chistes de ella y sobre ella, creo yo, viviremos con cierta liviandad, no nos despediríamos de alguien como si diéramos por hecho que nos volveremos a ver. Pensar en la muerte es pensar en vivir, repito. Ahora, como lo expresa muy bien uno de los personajes de la novela, «llegas a una edad en la que te preocupa cómo serán tus últimos días. La muerte ya no es una idea difusa, es una posibilidad real», ¿qué hacer entonces, dejarla que llegue cuando le dé la gana o actuar porque pensar en la propia muerte también es una gran opción? «Aquí los pollos tienen una mejor muerte que los humanos», dice Jack.

¿Si uno ayuda a morir a alguien es un asesino? ¿Es pecado matar a alguien si el único beneficiado es el fallecido? A veces, bastan diez cuyes para empezar un negocio; a veces, basta querer muchísimo a alguien, o a uno mismo, para pensar que morir, cuando se quiera, es también una opción.

Fuente:

El Colombiano, viernes 23 de junio de 2023:

https://www.elcolombiano.com/opinion/columnistas/cien-cuyes-FN21798296

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