Samuel Vásquez es poeta, dramaturgo, ensayista, músico y
pintor. Profesor de Pintura, Diseño, Estética e Historia Comparada de las Artes
en varias universidades. Fundador y director del Taller de Artes de Medellín, que congrega teatro, música y artes
plásticas. En 1992 le fue conferido el Premio Nacional de Dramaturgia por su
obra El sol negro y una Beca Nacional de Creación del Ministerio de
Cultura por El plagio. En 1999 obtuvo una Mención en el Concurso
Internacional de Dramaturgia Ciudad de Bogotá por su obra Raquel, historia
de un grito silencioso. Premio de Ensayo Ciudad de Medellín (2005) por El
abrazo de la mirada y Beca de Creación Ciudad de Medellín (2007) por su
obra Para no llegar a Ítaca.
* * *
Entrada libre
Lugar:
Casa Museo Otraparte
Fecha: 26 de agosto de 2023
Hora: 3:00 p.m.
Ver transmisión en vivo:
Youtube.com/CasaMuseoOtraparte
Otraparte.org/agenda-cultural/sofos/20230826-sofos/
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Lectura suelta
La comedia del silencio
Por
Samuel Vásquez
1
Las
figuras de cera «tan iguales» al modelo son lo más alejado del arte porque no
miran, sólo copian. Y para copiar hay que abandonar las posibilidades de la
mirada.
La
pintura no copia: crea, imagina, descubre.
El
parecido sólo es importante porque nos enseña a apreciar no únicamente la justicia
del objeto hacia su función, su existencia real en la realidad dada, sino lo
que lo hace existir por medio de lo que no lo conforma, de lo que no se le
parece: manchas de color, líneas, relaciones plásticas...
El
objeto provoca la aventura del ojo y su cómplice la mano. El ojo es la puerta
primigenia del deseo.
El
pintor transgrede lo real para provocar la mirada: la línea rompe el cerco de
la forma, la mancha destruye las apariencias, el ojo multiplica los puntos de
visión, la paleta cambia el color local para construir una armonía colorística,
el pincel borra las texturas del objeto y crea nuevos acabados exclusivamente
pictóricos, el espacio es demolido y reestructurado, los volúmenes son rotos
para que aparezca el vacío, y al final lo que importa es poesía, atmósfera,
ritmo.
La
«verdad» de la pintura no es comparable. No depende de su fidelidad al copiar
lo real dado, de su capacidad de representar lo visto, sino de su aptitud de
revelación del ver, de la mirada.
La
mirada se impone a la vista, el ojo al objeto, el hombre a la cosa. Más que la
verdad de lo visible, la pintura es la verdad de la mirada.
La
naturaleza es un diccionario, el arte es una sintaxis.
Cézanne
llevaba su naturaleza muerta dibujada en el taller para encontrarle los colores
en el campo. Corot terminaba en el taller sus pinturas empezadas en el campo.
Todo
pintor es, a la vez, feligrés y hereje de un estilo.
Los
grandes artistas no son imitadores, copistas de la obra de dios, de la
realidad, del mundo: son sus rivales.
Como
dice Malraux de Rembrandt, «figurar no es idealizar, ni dar una expresión:
es dar un alma».
La
pintura arranca la practicidad del objeto y lo transubstancia en ser estético.
La
pintura no nos habla de lo real, nos suscita lo posible provocando la transformación
de lo real o enseñándonos otra realidad de lo real, pero sobre todo, acentuando
el cuadro como realidad pictórica que nos enseña una posibilidad real.
El
cuadro se sumará a la realidad en el espacio práctico, como objeto pictórico,
pero se mantendrá como posibilidad en el espacio trascendental.
Lo
posible abre las puertas de lo real, lo tienta o lo ilumina: Lo posible es el
futuro de lo real.
En
la pintura figurativa siempre vivirá una ausencia en el corazón mismo de su
presencia. Ausencia que es posibilidad. Presencia que es realidad.
La
visión artística siempre es completa y corrige los defectos de la percepción y
del ojo.
El
ojo trata de habitar el cuadro, pero teme perderse en él.
El
naturalismo satisface demasiado aprisa nuestro deseo, sufre de precocidad y
resta placer y misterio.
La
naturaleza está antes del hombre.
El
hombre llega y la naturaleza se convierte en mundo.
Las
palabras están antes que el poeta.
El
poeta llega y las palabras se convierten en poesía.
La
naturaleza es un diccionario y el ojo es poeta.
El
pintor ve con las manos, modela con los ojos.
La
expresión vence al modelo.
La
inspiración somete a la representación.
El
gesto gesta la forma.
La
forma alimenta la imagen.
La
memoria labra la imaginación.
En
todo deseo hay una géstica que le es propia, y que propicia la realización del
deseo. En el amor y en el arte.
La
pintura se mueve entre el sueño y la artesanía.
Entre
el grito y la forma.
Entre
el placer y el trabajo.
Entre
la aventura y el estilo.
La
pintura opera como una ventana: es obstáculo y posibilidad, cerrazón y
apertura. Podemos apreciar la belleza de la ventana o el paisaje que nos
posibilita ver.
La
imagen encarna.
Los
Padres de la Iglesia afirmaban que creer en la imagen era creer en la
encarnación.
2
No
es verdad, como dicen los teóricos y curadores post, que los artistas de antes
estaban «sometidos» a soportes y técnicas determinadas. Ignoran, ingenua o
falazmente, que el arte no es una forma de sometimiento, y que por el contrario
es un auténtico sendero de liberación.
¿Acaso
creen estos señores que Louis Armstrong estuvo sometido a la trompeta y a su
técnica? Si se sabe música se puede comprobar, y si no se sabe se puede intuir,
que para Armstrong la música fue liberación, y su trompeta, una máquina de
libertad. Y más allá: no canta a la libertad, es libertad ella misma. ¿Acaso
estuvo sometido Pérez Prado al soporte pianístico y a una técnica que lo
constreñían? Arte y libertad son sinónimos. Aun el arte de los esclavos es
libre.
¿Es
acaso el sintetizador la forma más libre de hacer música hoy en día porque está
menos cargado de herencias de sentido que la trompeta y el piano, al ser un
instrumento más reciente? ¿Se prefiere el sonido del sintetizador por ser más
plano y menos expresivo y sensible, percepciones obsoletas? ¿Se prefiere el
sonido del sintetizador porque carece de color y de texturas, sensibilidades
del pasado? Pero van mucho más allá nuestros teóricos post, y ya han dicho que
la gran ventaja de los DJ sobre los demás músicos contemporáneos es que «no
padecen» la intermediación interpretativa de los instrumentistas musicales.
No
se adopta el óleo por ser un material que viene cargado de un prestigio
cultural, prestigio que presuntamente es insuflado con sólo usarlo. No se
emplea el óleo para usufructuar ventajas de un medio institucionalizado y
reputado. El artista usa el óleo porque le parece apropiado para decir lo que
quiere decir. No por pereza mental, ni por comodidad. No es fácil hacer arte
con un color aceitoso untado sobre una tela. (¡Prueben a hacerlo!). El artista
usa el óleo como usa la palabra, herencia legítima. El artista usa el óleo como
usa la repetida e «institucionalizada» palabra luz, la palabra casa, la palabra
deseo.
4
Los
intereses comerciales de galeristas y corredores de arte se hacen cómplices del
grueso público para imponer un gusto reaccionario que repite hasta la estafa un
estilo totalmente vacío de significación, facilitando la transacción comercial,
y alimentando la panza del mercado y su apetito ansioso.
Aprietan
hasta el límite el cuello del artista y llenan de aire sus bolsillos de tal
forma que logran vencer su fortaleza ética hasta convertirlo en reproductor de
una estética dulce, inofensiva y obediente, que abastece oportunamente el
anhelo de muchos de sentirse incluidos en el gusto que impone la moda y que les
ayuda a trepar socialmente para alcanzar un status que los distinga de la
informe masa de sus congéneres.
Es
cierto, también hay artistas de mala conciencia. Como dice Meyer Shapiro, los
artistas, de quienes a menudo se asegura que se enfrentan a la organización
social, no entran en conflicto con sus clientes, pues comparten su desprecio
por el «público» y se muestran indiferentes a la vida social.
Pero
siempre quedan algunos artistas que saben no morir asfixiados y que logran
realizar una transfusión espiritual hacia su obra, logrando que ésta mantenga
viva su pulsión.
5
Samudio
pinta lo que nunca será noticia. Lo no espectacular.
Y
es que pasa mucho más tiempo sin que nada ocurra, que los momentos noticiosos.
La
vida no es una secuencia de hechos notables, de sucesos memorables.
Al
hombre común no le suceden cosas importantes de manera constante.
Muchas
veces el hombre común tiene la sensación de que las cosas les pasan a los
demás, no a él.
Entre
una cosa que no pasa y otra que no ocurre, hay un espacio que se llena de
literatura. Aparece entonces el autor, con su forma de pensar, con sus ideas,
con su adjetivación que califica pero que no muestra, que no devela. Y está muy
claro que no es eso lo que le interesa a este pintor. Aquí nada pasa. Lo que
ocurre aquí es lo que no pasa.
Samudio
no «habla» de algo que mira en perspectiva.
Aquí
se elimina el autor omnisciente. (El arte moderno es el triunfo de la
imaginación sobre el recuerdo).
Habla
desde acá, desde la arena, sin perspectiva, sin punto de vista. Por eso no hay
representación del espacio escénico renacentista, que es siempre un espacio
dispuesto para la ocupación, para la actuación, para el discurso. Aquí no hay
lugar para la disertación ni para el espectáculo. No hay prédica, ni juicio, ni
declaración, ni diálogo. No hay voz que pretenda persuadir. No se cree en la
supuesta función redentora del arte que sólo logra mistificarlo. No relata algo
que ha sucedido. No da testimonio de nada. Pinta algo que no ha sucedido y que
sólo sucede ahora, en la obra.
Samudio
no habla en tercera persona, habla en primera persona. Pero no busca un
auditorio, ni siquiera una sala de exposiciones.
No
habla de otros, habla de sí mismo.
Pero
digo mal, él no habla. No habla, ni murmura, ni canta, ni grita.
Y
ningún otro habla en su obra, ni grita, ni canta, ni murmura.
Toda
expresión ha sido acallada, ha quedado adentro. No sale. Ha sido cerrada y
encerrada.
Hay
una intimidad inviolable en su expresión.
Pero
digo mal, su obra no es expresiva, es impresiva: se expresa hacia adentro.
Aquí
se da una pintura que crece y se desarrolla hacia adentro. Es decir, se recoge
en sí misma para evitar cualquier tipo de proliferación que pueda parecer
explicación, divagación o adjetivación. Para nada interesa alguna forma de
proselitismo, pedagogía o moralismo. No interesa dar una lección a nadie, ni
desea aclarar nada a nadie, ni establecer principio alguno, ni reunir a alguien
en torno de la obra, ni que nadie se sienta identificado con ella.
El
espectador no ha sido invitado aquí a conversar.
Como
con Rulfo, hemos sido invitados «a callarnos».
Pero
en este silencio no hay malicia alguna. Nada se oculta. No se crea silencio
para crear tensión, como en la música, y después sorprendernos con un sonido
memorable. Aquí el único y gran sonido es el silencio.
El
silencio no existía antes de que el hombre llegara. El silencio no estaba dado
de antemano, no existía antes de que llegara el autor. El silencio es creado.
Ha sido necesaria una desocupación de todo sonido, una deconstrucción de todo
ruido. El silencio se crea de análoga forma a como se crea el vacío. No es
solamente un vacío en los oídos, es una presencia callada en el espacio, en las
cosas… en la mirada.
Pero
si Samudio quiere el silencio ¿por qué no deja de pintar?
Si
Beckett quiere el silencio ¿por qué no deja de escribir?
En
Arte el silencio no se adopta por una soberana decisión de la voluntad, ni por
un ejercicio libre de la pereza. En Arte el silencio hay que merecerlo. Y pocos
alcanzan a merecerlo. Rulfo, Beckett, Rothko, y unos cuantos. Es que aquí el
silencio no es mudez. Aquí el silencio es dicho con las palabras, aquí el
silencio es creado con las formas, con el color, con la atmósfera.
«Hay
que continuar, voy a continuar, hay que decir las palabras mientras las haya»,
dice Malone. «Restablecer el silencio, este es el papel de los objetos» dice
Molloy, y este es el papel fundamental de los objetos en la pintura de Samudio.
6
Samudio
le da forma a Nadie.
Imagina
a Nadie: Le da imagen; le da un alma.
«Figurar
no es idealizar, ni dar una expresión: es dar un alma».
Por
un acto de humildad, Nadie es él mismo.
«La
humildad tiene una fuerza terrible» dice Dostoiesvky.
Con
la fuerza de su humildad ha construido su invisibilidad, día a día, negación
tras negación, fuga tras fuga, hasta conseguirlo.
Y
en acto de soberana afirmación, su obra es la oportunidad de lo invisible.
Samudio
muestra lo invisible, lo que no tiene estatus formal ni social.
Lo
que no vale la pena ser atendido, lo que no vale la pena ser señalado, lo que
no vale la pena ser mirado.
A
eso que no tiene pasado ni futuro notables, le asigna un presente sin
presencia, y lo sostiene con hilos de silencio.
Es
la hora de los sin linaje, de los sin historia. Gente sin destino, que no tiene
más que el día.
Es
la hora de los invisibles y la fuerza escandalosa de su silencio.
Samudio
nos invita, como Rulfo, no a platicar, sino a callarnos.
Todo
poder tiene un discurso que proclama e impone. Aquí se opone el silencio. Esta
es su rebeldía.
7
No
hay identidad en estos a-personajes.
No
poseen una característica que los distinga, que los resalte.
No
hay gesto que los diferencie, ni rasgo que los separe.
No
hay victoria en ellos, ni heroicidad, ni siquiera rabia.
No
nos enseñan ningún camino de gloria ni de salvación.
Están
ahí, sin esperanza y sin desesperación.
Nadie,
podrían llamarse todos.
No
se diferencian del vacío que los envuelve, de la soledad que los acompaña.
Estos
a-personajes (estáticos por silenciosos), amalgamados al color, fundidos a la
atmósfera creada por el color mismo, son esencialmente atmósfera.
Es
ese color-atmósfera que adquieren las cosas a las seis y media de la tarde,
cuando el índice del sol deja de señalarlas, cuando la tarde y la noche
discuten y se abrazan.
Es
este color, el personaje protagónico de esta obra.
Nada
tiene que ver con el culto color florentino de Botero, ni con el color popular
y gauguiniano de González. El color de Samudio no coquetea, no es una receta
dulce para atraer. Es un color cocinado, morigerado por el tiempo. Es un color
pétreo. «Hablarán por mí las rocas, pero yo no hablaré». Y una pétrea quietud
se siente en cada obra. Una quietud grave, pesada, densa, envuelta en un
silencio calmado y tranquilo. He ahí la dialéctica oposición que equilibra la
elección de los solitarios.
De
la exuberancia formal de Botero, y el expresionismo colorístico de González
nada hay aquí. Ellos son el éxito comercial y el éxito intelectual entre
nosotros. Samudio elige el fracaso. Evita exponer sus obras, evade las
inauguraciones, esquiva las reuniones sociales, huye de todo. «Hacer arte es
atreverse a fracasar como ningún otro se atreve», dice Beckett.
Huyendo
de la originalidad, Samudio ha encontrado sus orígenes.
Ha
encontrado un silencio atávico, una soledad ancestral.
Aquí
está, por excepcional vez, lo andino sin tipismos, sin tópicos, sin trajes.
No
se propone una regresión historicista que reubique un tema local para ser
reapropiado, ni se plantea una relectura de lo andino que reinterprete y
resignifique formas y colores populares para ser recontextualizados en un campo
artístico renovado y globalizado que los reubique en un marco estético más
amplio y participado, como diría un conspicuo curador post.
Aquí
está lo andino con su estática humanidad y su ausencia de destino.
Aquí
está Samudio.
8
A Samudio le es endosable la frase de su querido Juan Rulfo: «Yo sé que todos los hombres están solos. Pero yo más».
Fuente:
Comunicación personal. Texto cedido
amablemente por el autor para el Grupo Sofos.
Grupo
Sofos
Correo electrónico: gruposofos@gmail.com
Blog: https://gruposofos.blogspot.com/