martes, 18 de octubre de 2022

¿Cómo entender a la humanidad del Siglo XXI?: Sus preguntas, sus desafíos...

 


¿Cómo entender a la
humanidad del siglo xxi?
Sus preguntas, sus desafíos…

Música y sabores, un encuentro
con el otro para celebrar la vida

Claudia Gómez / Lorenzo Villegas
22 de octubre de 2022

Ilustración digital basada en una fotografía de El Colombiano.

«Las señoras de la casa se multiplican: cuelan, ciernen, amasan, baten. Aquí chirrían los buñuelos; allá revienta la natilla; acullá se cuaja el manjar blanco. Corre el bolillo sobre la pasta de hojuelas; el mecedor no cesa entre el hirviente oleaje…».

Tomás Carrasquilla
Dimitas Arias (1897)

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El Grupo Sofos tiene el gusto
de invitarle al diálogo:

Música y sabores, un encuentro
con el otro para celebrar la vida

Con la participación de:

Claudia Gómez (Medellín) es cantante y compositora. Su formación profesional se consolidó en Londres, donde vivió a mediados de los años setenta. En 1983 se estableció en la bahía de San Francisco, Estados Unidos, durante 15 años, y representó a Colombia en numerosos festivales de jazz. Allí también expandió sus conocimientos académicos y en 1998 obtuvo su Licenciatura en música en la Universidad de San José, California. En 2008 terminó su maestría en Artes en el Instituto de Artes de La Habana, Cuba, con una tesis en homenaje a la vida y obra musical de su madre, Ángela Suárez. Además de su actividad artística, como docente de la Universidad de Antioquia ha incursionado durante los últimos diez años en la investigación de la música andina y de ritmos como el bullerengue, los alabaos, el romance y el porro. Dirige el ensamble vocal Kalula y coordina con sus estudiantes el círculo de Improvisación Somos Uno. Entre sus trabajos discográficos se cuentan Claudia canta Brasil; Salamandra; Tierradentro; Vivir cantando; Majagua; Arrópame, que tengo frío; Tal cual y De amores profundos.

Lorenzo Villegas es periodista e investigador de la culinaria colombiana desde hace veinte años, columnista gastronómico de los periódicos El Colombiano, El Espectador, ADN y la revista Vivaair. Promueve los platos de cada región por medio de videos, entrevistas y artículos y es el presentador del programa de televisión Colombia a la carta. Ha publicado los libros Don Mario Puchulú, el enorme petiso (2019), basado en la vida del enólogo argentino Mario Puchulú Giacca, pionero de la cultura del vino en Colombia, y Morcilla, historia rellena de sangre y amor (2022).

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Entrada libre

Lugar: Casa Museo Otraparte

Fecha: 22 de octubre de 2022

Hora: 3:00 p.m.

Ver transmisión en vivo:

Youtube.com/CasaMuseoOtraparte

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Lecturas preliminares

Más África, menos Japón

Por Arturo Guerrero

Colombia no es Alemania ni Japón. Es un pueblo escarnecido por guerras en fila india, pero con temperamento nada glacial. Aquellos dos países, europeo y asiático, también han sido gaseados y atomizados por campos de concentración y fusión nuclear. Pero sus gentes son, antes que todo, disciplinadas y metódicas.

Colombia es «A ve pa’ ve», recua de preposiciones e infinitivos mutilados sobre los cuales nadie acierta la ubicación de apóstrofos y comas. Un alemán o un japonés traducirían «A ver, deja ver», con lo cual la cumbia —¿o porro?— de Edmundo Arias quedaría artrítica e imposible de bailar.

En los países donde la civilización es tecnología y ganancia, los gobiernos logran con cierta facilidad encerrar al pueblo en las pandemias y prohibir a los virus hacer de las suyas. Derrotan rápido el contagio y vuelven a sus filas —no indias— de algoritmos sin ritmo y reverencias milenarias.

Aquí no. Aquí África está vigente. Al cantante le interesa empujar a la negra candelosa a «que se te vea cómo mueves la cintura…, dónde está tu sabrosura».

Esta discordancia crucial no se tuvo en cuenta en el diseño de las reglas oficiales contra el coronavirus. De ahí que mientras los decretos le daban la espalda al modo de ser arisco y gozoso de la ciudadanía, esta respondía sacándole el cuerpo a la cuarentena. Al comienzo las mayorías hicieron la tarea, pero cuando pasaron días y días estériles, les picó la machaca de la desilusión.

Así hormiguearon las fiestas clandestinas, los velorios y entierros coreográficos con el ataúd zarandeado, los paseos furtivos al campo en puentes festivos, los tragos a escondidas entre muchachos agobiados.

Alcaldes y demás mandamases se descosieron en apóstrofes: ¡Indisciplinados! ¡Están violando las normas! ¡Ponen en peligro a los viejitos! ¡Criminales! Noticieros de radio y televisión, ávidos de rating, se hicieron lenguas poniendo en la picota a los nuevos delincuentes.

Nadie se pregunta por qué pasa lo que pasa. Nadie esculca en la mente y en las tripas de los enfiestados, que a su manera quieren librarse de ser infestados. Una manera que es más África, que Alemania y Japón.

Los gobernantes olvidaron abrir la puerta a la cultura en el momento de decretar medidas. A la cultura, no como suma de espectáculos y distracciones sino como candela que enciende la cintura del alma.

Fuente:

https://www.elcolombiano.com/opinion/columnistas/mas-africa-menos-japon-EC13445188

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Dimitas Arias

Fragmento del capítulo viii, donde se habla de
las comidas de diciembre en tierra antioqueña.

Por Tomás Carrasquilla

Se acercaba la gran festividad del orbe cristiano, la fiesta por excelencia de los hogares antioqueños: aquella que, con su idílica sencillez y santa poesía, obliga a la familia a congregarse, atrae a los miembros ausentes, hace pagar el tributo de lágrimas a los muertos queridos y cultiva los afectos más puros del corazón. Ni en la casa más pobre de estas montañas deja de celebrarse. En nuestras aldeas, los mendigos imploran, no ya el bocado de pan, sino la moneda para hacer en su choza los platos obligados de nochebuena. Y es que nuestro pueblo no ve en esta festividad una costumbre tradicional y religiosa únicamente, que ve un deber ineludible de cristiano: en el fogón donde no se hace la «nochebuena» se revuelca el Diablo, y toda la casa queda contaminada.

En la de don Juan Herrera había comenzado el brete desde la antevíspera. Aquella cocina era un embolismo, un caos de cedazos y coladores, de pailas y de cazuelas, de trastos y de cacharros de toda especie. Las señoras de la casa se multiplican: cuelan, ciernen, amasan, baten. Aquí chirrían los buñuelos; allá revienta la natilla; acullá se cuaja el manjar blanco. Corre el bolillo sobre la pasta de hojuelas; el mecedor no cesa entre el hirviente oleaje; forma copos de espuma la superficie del almíbar; en esta piedra muelen la yuca y la arracacha; en aquélla, la canela y la nuez moscada; en artesas y platones blanquean los quesitos y las cuajadas; campan la manteca y la mantequilla en hojas y cacerolas; saltan los huevos en cascadas amarillas. Se sofoca ésta desmenuzando, atiza aquélla por todas partes; unas mandan, otras piden. Los chicos todo lo husmean, todo lo tocan, de todo se antojan, de todo comen. Cuál se ofrece para traer los azahares, cuál para soplar la forja, cuál para acarrear la vajilla. Los grandes entran, indagan, salen, tornan a entrar, tornan a salir, y, ahora buñuelo, luego raspado, cuando llega la hora del banquete está toda aquella gente más para agüitas de apio que para manjares.

Perjuicia corre con la distribución: las delicadezas y filigranas para el Cura, para el señor Fiscal; los buñuelos ingentes para las Zutanitas y Menganitas; la enorme batea de natilla de quesito y la cuyabrona de buñuelos de cargazón para los presos de la cárcel; en fin, la ración para el pobre, el plato que bendice la abundancia del rico. Al Tullido, como era de rigor, le reservaba de todo con opulencia y largueza.

Todos los afanes anticipados de la Perjuicia eran para tener libre el día siguiente, a fin de fabricar, en compañía de Cleto Villa, y de algunos chicos, el pesebre del Tullido. Desde niña había sido una de las más asiduas a estas deliciosas faenas, en las que tomaban parte, especialmente para acarrear los materiales, casi todos los muchachos de la escuela, razón por la cual el tal pesebre era clásico en el pueblo. Perjuicia no dejó ni un año de ayudar en la empresa, a pesar de sus obligaciones de señora de casa y de madre de familia.

Fuente:

https://www.textos.info/tomas-carrasquilla/dimitas-arias

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El sancocho de piedras

Un relato anónimo, cuyo origen es imprecisable. Con lógicas variantes, gracias a sus diversos entornos, hay versiones en varios países latinoamericanos; incluido Brasil, donde se le conoce como «La sopa de piedras». La que aquí se presenta fue recogida en alguna región de Antioquia.

Iba un hombre de viaje. A pie. Caminando por un caminito en medio monte, hora tras hora, tras hora. Sin comer nada desde la madrugada, cuando salió con unos tragos de café. Pensó que tal vez en el camino encontraría que comer, pero no encontró nada, ninguna fruta, animal ninguno que pudiera cazar; pensó que en las casitas le darían algo, pero no había encontrado ninguna casita: pantano y tierra y un camino a ratos perdido entre el monte. Ya eran como las dos de la tarde, cuando vio un ranchito a la orilla del camino. ¡Qué alegría! Llamó a la puerta:

—¡Ave María purísima! —nada.

—¡Ave María purísima! —y al ratico le contestó una vieja.

—¡Sin pecao concebida! —y salió a abrir.

Era una viejita muy vieja y casi sorda.

Estaba parada en la puertecita del rancho, que era un ranchito de cuatro guaduas clavadas en el suelo, al puro bordito del camino, y techado con paja.

La vieja miró al recién llegado, joven, moreno claro, delgado, de ojos y cabellos castaños. Viene de sombrero de paja echado hacia atrás, y trae ruana colgada del hombro. Los pies descalzos, y el pantano le llega a la rodilla. La vieja lo mira como diciéndole: «¿Qué se le ofrece?».

El hombre sonríe: Buenas y santas —dice—. Vengo rendido. ¡Qué camino! A ver si usté me hace la caridá y me regala un clarito… con panela…

—Eh…, ¡ajualá! —la vieja menea la cabeza—. Hoy no se hizo mazamorra en este ranchito.

—Bueno —vuelve a sonreír el hombre—. Me conformo con un traguito de leche… con dulce de macho.

—¡Jm! —gruñe la vieja—. Ajualá. ¡Pero aquí no hay vaca!

¡Y ese hombre muriéndose de hambre!

¿Yo qué pidiera, por la Virgen?

Sonríe y medio rascándose la cabeza, dice muy tranquilo: —Bueno. Está bien. ¡Deme pues un chocolatico y quedamos arreglaos!

La vieja se pone la mano en la cara y dice muy preocupada:

—Vea, señor: en esta casa no hay nada, nada. Y por aquí cerquita no se consigue nada, nada. ¿Usté viene de arriba? Pa ese lao no hay nada; y pal lao de abajo se gastan dos o tres horas pa llegar al pueblo. Yo aquí vivo con un hijo mío, que anda por el pueblo. Él se fue de madrugada, y debe llegar esta noche con mercao pa la semana… Pero hoy no hay nada. ¡Nada…!

La vieja está muy preocupada y quisiera ayudarle al muchacho. Tiene pena de que en el rancho no haya nada. Nada. Y de golpe piensa que ese pobre muchacho puede ser Cristo, que anda sufriendo por el mundo y ella quiere ayudarlo, pero no hay nada. Si hubiera venido mañana…

—Pero, ¡déntrese! Dentre y descanse. Cúbrase, que viene bañao en sudor…

—¡Recorriendo! Ando recorriendo, señora, y lo malo es que todavía tengo que echar mucha pata hasta salir al Valle, o al Tolima. Sonríe. Y luego, con cara de mucha resignación, dice:

—Bueno: ¡será hacer un sancocho de piedras!

—¿Sancocho de piedras? —dice la vieja—.

¿Habrase visto?

—¿Hay candela?

Pues leña es lo único que sobra aquí.

—A ver, mi señora: ¿tiene una ollita por ai? Álcemela al fogón, me hace el bien. Llénela de agua y atice la candela, que yo voy a traer las piedras pal sancocho.

Salta el paisa al camino y escoge tres piedras lisas, del tamaño de papas, las lava bien en el chorro y las echa a la olla. Después se sienta en la banquita y dice:

—Bueno: ahora lo único que hay que hacer es esperar a que hirva. Descansemos…

La vieja, con los ojos muy abiertos, mira la ollita y mira al hombre, mientras refunfuña:

—¡Jm! ¡Sa…ncocho de piedras! ¡Jm…!

—Ya verá lo bueno que queda, mi señora. Ya verá. ¡Ah, pero nos falta la sal! ¡Qué descuido el de nosotros! La sal. ¡Qué mal cocinero soy! ¿Y qué más nos falta? Los aliños: ¿tiene un poquito? Eso es…, cebollita, tomate, yerbitas…

—Tenga a ver, ¿con esto habrá?

—¡Demás! —el paisano cuelga la ruana en un clavito y pregunta:

—¿Qué estaba haciendo usté cuando yo llegué?

—¿Yo? Iba a barrer la cocina…

—Preste acá la escoba, yo se la barro —sonríe.

—¡No, ni por pienso! ¡Cómo se le ofrece!

—¡Yo se la barro! ¡Quite de ai, pa no echale tierra en las patas…!

—¡Ave María! —dice la vieja—. ¡Je, je, je! Qué tentación es ver a un hombre barriendo, je, je, je.

Sale la mujer, muerta de risa, y al momentico regresa:

—Vea: allí me encontré dos papas y una yuca: ¿se le pueden echar al sancocho de piedras?

—¡Uh, demás! Écheselas picadas en trocitos.

La mujercita empieza a picarlas con un cuchillo cocinero y dice de pronto:

—¿Con este sancocho también se come aguacate?

—¡Pís claro! ¿Onde está el garabato?

Sale el muchacho y, a poco, regresa con un hermoso aguacate maduro, dos chócolos, plátano verde y una tira de carne oscura, seca, que muestra a la vieja mientras pregunta:

—¿Qué será esta gurupera, vieja?

—¿Aónde la encontró?

—Colgando de una horqueta.

—Ah, sí: eso es un pedazo de carne de guagua, de una que dejó Manuel secándose al sol.

—¿Y se pondrá bravo si la echamos a nadar un ratico?

La vieja ríe y la carne va a templar a la olla, con los chócolos partidos en rodajas, mientras la vieja aplasta tajadas de plátano verde para hacer patacones, que reemplazan el pan y hasta la arepa.

Un poco más de candela, un agitar de la china y ya la olla empieza a hervir.

El muchacho se sienta en un banquito y se pone a cachar con la vieja de las madre-monte y los duendes, de las patasolas y los rescoldaos; hablan también del tigre, que se oye por la noche en las cañadas y de las culebras de todas clases y colores. Hasta que al fin la vieja dice:

—Bueno, esto como que ya está.

Bajan la olla y empieza el muchacho a servirse un buen sancocho de guagua en un plato de peltre con flores amarillas, que lavó bien en el chorro. Un aroma exquisito llena la cocina. El hombre come en silencio, sin dar descanso a la pañadora de naranjo. Engulle de lo lindo y la vieja goza viéndolo comer. No le quita los ojos de encima, esperando el momento en que se coma las piedras del fondo. El hombre come y come, hasta que ya no puede más. Con la última cucharada se levanta y dice:

—Comida hecha, compañía deshecha; pero me tengo que ir ligero, no vaya a ser que me coja la noche en el camino…

—Que mi Dios le pague y le dé el cielo…

Sale el joven a la puerta del ranchito, se tira su ruana al hombro…

—¿Y las piedras, joven? ¡Las piedras!

—¿No se las va a comer, pues?

—Ajualá, mi señora —dice el paisa, guiñando un ojo con gracia y con marrulla…

La vieja se recuesta en la puerta del rancho y ve cómo se va alejando el muchacho a grandes zancadas, camino adelante…

—Adiós, niño: ¡que la Virgen lo lleve con bien! —piensa la vieja en sus hijos que andan recorriendo mundo, y en Jesucristo que vive errante, sufriendo tanto. Una lágrima enturbia sus pupilas. Sonríe feliz…

Fuente:

El testamento del paisa. Recopilación y transcripción de Agustín Jaramillo Londoño. Editorial Lealon, Medellín, 2007. Publicado en Para leer y releer, n.º 96, Universidad de Antioquia, junio de 2021:

https://bibliotecadigital.udea.edu.co/handle/10495/20512

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