¿Cómo
entender a la humanidad del
Siglo XXI?
Sus
preguntas, sus desafíos.
Ciencia y Humanismo: ¿Conceptos en desuso este Siglo?
Gabriel Jaime Gómez Carder
5 de Octubre de 2019
Sesión
en homenaje a la filosofa:
Beatriz
Restrepo Gallego
“Esta ciudad si se
sigue reduciendo a la convivencia, si se sigue reduciendo a la tolerancia,
nunca vamos a construir una verdadera ciudad, se va a convertir, como de hecho
se ha convertido en muchos sectores, nichos de aislamiento, nichos de
individualismo, donde cada cual trata de salir adelante con sus intereses
particulares, donde nadie va a asumir la tarea de construir ciudadanía con
otros distintos de mi…..”
Beatriz Restrepo G.
Sofos Febrero 2010
El Grupo Sofos tiene el gusto de invitarlo
a
conversar sobre
Ciencia y Humanismo: ¿Conceptos en desuso este
Siglo?
El tema de la siguiente sesión de nuestro ciclo Sofos 2019 estará a cargo de Gabriel Jaime Gómez Carder.
* * *
Entrada libre
Lugar: Casa
Museo Otraparte / Carrera 43A n.º 27A Sur - 11 / Envigado
Fecha: Octubre
5 de 2019
Hora: 2:30 p. m.
Escuchar transmisión en vivo:
Para participación
y realizar preguntas en línea, favor comunicarse a nuestra línea 448 24 04 o a nuestro
correo: gruposofos@gmail.com
Para obtener información adicional
puede comunicarse con nosotros al correo electrónico gruposofos@gmail.com. En nuestro blog
http://gruposofos.blogspot.com podrá consultar
la programación, la metodología de trabajo y la presentación del grupo. O puede
también comunicarse con la Casa Museo Otraparte: Teléfono: 448 24 04 - Correo electrónico:
otraparte@otraparte.org - Sitio web: www.otraparte.org.
Lectura preliminar
LA EDUCACIÓN COMO FORMACIÓN DE SUJETOS
Desde
la aparición de la humanidad, la educación como
práctica social ha estado unida a su desarrollo. La desvalidez del ser humano, la urgencia de disponer de una memoria cultural, y no solo
genética, y la tensión nunca resuelta entre instinto y libertad, hicieron
necesaria la presencia de procesos que introdujeran
a los nuevos miembros del grupo en las prácticas tradicionales, dotándolos
de herramientas para enfrentar los retos
del medio natural y del entorno exosocial y permitiéndoles adaptarse de
la mejor manera según su equipamiento genético a la vida de la comunidad. De la
eficacia de este componente educativo dependió la supervivencia de la
humanidad.
No fue sino
hasta el siglo iv a. C, época
clásica de la cultura
griega, que esta práctica social, ya por entonces
muy desarrollada y compleja, empezó a ser
reflexionada. Los resultados de este ejercicio desarrollado por Sócrates, Platón y Aristóteles, como sus eximios
representantes, todavía hoy alimentan los
discursos de la pedagogía y la didáctica. Sócrates se preguntó por el
método de la enseñanza y sus alcances;
Platón señaló su importancia para la vida política (en la República y las Leyes); y Aristóteles, que
percibió la educación como formación moral, la propuso como superior a la
política: así, al ocuparse de la ambición humana, factor
desestabilizador en la polis como causante de grandes diferencias entre la población, expresó (en su Política) que
frente a ella, que es ilimitada, resultaba más efectiva la educación que
las leyes.
En el siglo xv, el Humanismo renacentista retomó con fuerza la idea
griega de la educación como formación (paideia). Una de sus más
importantes figuras, el filósofo y maestro Pico della Mirandola, en su conocida obra Discurso sobre la dignidad del hombre, expresó de manera todavía hoy admirable su
comprensión del ser humano y lo que ello suponía para la educación: el hombre
es un ser inacabado que debe darse a sí mismo su forma plena. En este pasaje, que cito extensamente, es Dios quien
habla:
¡Oh Adán! No te he dado
un lugar determinado, ni un rostro propio, ni una condición peculiar con el fin
de que poseas el lugar, el rostro y la condición que conscientemente elijas y
que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves [...]. No te he hecho ni
celeste ni terrestre, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro
y artífice de ti mismo te formes y plasmes
en la obra que prefieras. Podrás degenerar en los seres inferiores que son
las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores
que son divinas. ¡Oh suma y admirable suerte del hombre, al cual le ha sido concedido ser lo que quiera!
Quedó así señalado el norte (el hombre es un ser inacabado) que la
Ilustración moderna del siglo xviii
se encargaría de hacer compatible con su propia comprensión del ser humano,
recientemente inaugurado como sujeto: un ser humano dotado de libertad y de una
razón iluminada, capaz de reducir la realidad objetiva a una imagen (como lo
señaló Martin Heidegger en “La época de la imagen del mundo”, Caminos de
bosque) y de señorear sobre un mundo sometido a las leyes del conocimiento
científico. En este contexto, la educación entró a jugar un importante papel y
dentro de ella la educación superior, encarnada en la institución de la
Universidad. Estas dos ideas convergen en la
Alemania ilustrada, en dos corrientes de pensamiento que tendrán un gran
desarrollo: los pedagogos que desarrollan teorías que influenciarán grandemente
la educación, no solo en Europa, sino también en América Latina, y los filósofos que reflexionan sobre la
Universidad, a lo que me referiré más adelante. De momento, basta
señalar que la idea de la educación como formación (bildung) se
consolidó y universalizó al menos en el
mundo occidental, entendiéndose como el proceso de dar forma (bilden)
al ser humano.
Los cambios en
el mundo de hoy (primacía del sujeto autónomo y del ejercicio de su libertad) han
traído aparejados cambios en la comprensión de la educación, los cuales, desde mediados
del siglo xx, han conducido a entender la educación
ya no como formación, sino como autoformación,
tarea propia del educando, lo que plantea nuevas exigencias al ser y al actuar
del maestro. Ahora, como acompañante y
orientador de los procesos de autoformación de sus estudiantes, ya no
como formador de ellos, el educador ha
tenido que asumir nuevas formas de relacionamiento maestro-estudiante, que no son el simple contacto reducido al aula y
al periodo escolar ni el apego sobreprotector, y que, por tanto, tocan
no solo con el actuar del maestro, sino con
su ser. Ahora el maestro es mirado como un ser de acogida (L. Duch, La educación y la crisis de la modernidad), significando con ello que mediante actitudes de
reconocimiento y solicitud hacia el estudiante, fortalece en él los
sentimientos de pertenencia e identificación
con una comunidad en la que se arraiga a lo largo de un buen periodo de su vida. Es, además, un ser que se comunica (J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa)
al hacer uso de un lenguaje que mediante la argumentación, no el
ejercicio autoritario o manipulador, provoca acuerdos y facilita la
interacción. Por último, es también un ser que guarda fidelidad (A. Heller, Más
allá de la justicia) primero hacia sí mismo, buscando mantener su autenticidad, y luego hacia el estudiante,
en el sentido de cultivar la relación establecida mediante vínculos de
confianza, compromiso mutuo y perseverancia.
Este nuevo enfoque de
la educación como autoformación impone también sobre el estudiante cambios en
su ser y su actuar, nucleados alrededor del valor de la responsabilidad, que no
es del caso mencionar aquí. Hago alusión a ello porque quiero preservar el carácter
moral del acto educativo, necesariamente ligado a los principios de
autodeterminación y autodesarrollo por parte del estudiante, y a condiciones de
simetría y reciprocidad por parte del maestro y del estudiante. Cuando la
acción de educar se entiende simplemente como un proceso de mera transmisión,
de intercambio de conocimientos por dinero, adquiere el carácter mercantil que
lamentamos encontrar en muchos ambientes educativos y que desdice de su
significado más propio. Ya mencioné que la idea de la educación como formación,
desarrollada teóricamente en Europa por los grandes pedagogos del siglo xix y comienzos del xx, permeó el servicio educativo en todo
el hemisferio occidental. Fue corriente encontrar que todos los sistemas
educativos convergían en la idea de formación a la que se añadía el adjetivo de
integral, queriendo significar con ello la complejidad del ser humano y la
necesidad de atender a todas sus dimensiones: cognitiva, volitiva,
psicoafectiva, psicomotriz, nutricional, sensible-emocional, aunque en muy
desigual medida. No se percibió que a pesar de la multidimensionalidad del
esfuerzo, el ser humano producto de este proceso de formación —que olvidó la
inteligencia social, el carácter político y las capacidades morales que
posibilitan el relacionamiento, el reconocimiento de la pluralidad, el respeto
de las diferencias, la responsabilidad por el otro, potenciales en todo ser
humano— seguía siendo necesariamente un ser individual,
bien formado quizás, pero sin referente en la sociedad en la que, como sujeto social, tiene que
desempeñarse. Esa situación se ha hecho evidente en nuestro país, donde la
educación, si bien ha querido formar integralmente, lo ha hecho con el enfoque
individualista de reforzar las capacidades personales, haciendo con ello una
muy pobre contribución a la construcción de un mundo social, político y moral
incluyente, ordenado y justo.
La educación ha de ser entendida,
entonces, como formación, más aún como autoformación integral tanto individual como social, para la vida (social, política y moral) y que, además, es un proceso permanente, que dura toda la vida. Esta última idea corresponde a la
aspiración de toda cultura de lograr,
mediante la educación, la formación de seres
humanos que correspondan a un determinado concepto de hombre, de
humanidad, a sabiendas, sin embargo, de que nadie llena plenamente un ideal humano porque la humanidad no se agota en un individuo aunque algunos, como los héroes, los grandes
estadistas, los santos y los genios, tanto del
arte como de la ciencia (M. Scheler, El santo, el genio, el héroe), se hayan acercado a ello. Igualmente corresponde a teorías de la antropología
filosófica o de la filosofía existencial que el ser humano sea un
proyecto siempre inacabado que se inicia con el nacimiento y solo termina con
la muerte, momento en el cual se evidencia,
de manera definitiva y ya inmodificable, la humanidad alcanzada por cada
quien.
También aquí nuestro servicio educativo
(que no ha logrado constituirse en un sistema de educación plural pero
unificada, compleja pero ordenada, secuencial y con una finalidad clara) presenta graves falencias. No tenemos aún una idea
del hombre que queremos educar (como nación no la tenemos,
aunque algunas instituciones educativas, sobre todo de educación superior, sí
la tienen, pero en una perspectiva particular y propia), por tanto, no hay una idea
de la educación que nos diga lo que
ella es, cuáles son sus fines y cómo lograrlos. Todavía nos estamos preguntando cuáles
son los factores que inciden en una educación de calidad —cosa que ya en
el mundo se sabe desde hace años— en vez de estar trabajando ya en su promoción
e implementación. Ello se debe a que no hemos logrado apropiarnos de la
importancia de la educación, no solo para el desarrollo personal sino para la
consolidación de la nación en lo social y
en lo económico, en lo político y en lo moral. Esta no es tarea que puedan cumplir los individuos,
formados para su mundo privado, encerrados en categorías espacio temporales reducidas, volcados únicamente
hacia la satisfacción —desmedida o reducida— de sus necesidades, sea por
voluntad propia o por condicionamientos sociales. Esta es tarea para los
sujetos sociales, los sujetos políticos (o ciudadanos) y los sujetos morales (o
personas) que son el resultado de condiciones de vida estimulantes y de
procesos educativos comprometidos en la formación del ser humano que esta
nación requiere.
¿Quién es, entonces, sujeto? Es
alguien dotado de identidad (fundada en el arraigo propio de todo ser
vivo y en el reconocimiento por el otro, que empieza en el momento del
nacimiento y que genera sentimientos de pertenencia, seguridad y confianza); consciente de su dignidad (fundamento
de la autovaloración y la autoestima, necesarias para acometer acciones
portadoras de futuro y para afrontar
la vulneración y la humillación); dotado de la función narrativa, (mentarse
como un yo, narrarse, hablar de si mismo y de los otros que siempre existen en el relato); capaz de trazarse
un proyecto de vida (construcción de sentido a partir de la sucesión de experiencias para configurar
una totalidad integrada y significativa, de acuerdo a sus capacidades y
posibilidades), de verbalizarlo mediante la narración (que lo inscribe en una
comunidad y en una cultura determinada) y de realizarlo en interacción con
otros (la dialéctica de la mismidad y la otredad está presente desde siempre ante el sujeto como sí mismo que se afirma
frente al otro distinto de sí) para transformar la realidad. El sujeto
tiene, por tanto, agenda y en
consecuencia, poder y responsabilidad, tiene la capacidad de
introducir cambios y transformar; a esto se llama poder y, en la medida en que
este es resultado de una decisión personal
y libre, el sujeto es responsable por ello.
En
esta amplia caracterización se acotan tres ámbitos fundamentales del ser del
sujeto, siguiendo a Paul Ricoeur (Historia
y Narratividad): el de “los actos
de habla” en los que el sí mismo se designa como hablante; el de “la
acción” en la que se designa como agente, como autor de una acción que depende de si mismo; el de “la
imputación moral” en la que el sí mismo se designa como sujeto responsable. El sujeto o agente es, entonces,
aquel ser humano dotado de palabra
(J. Habermas, Teoría de la
acción comunicativa) y de
acción (H. Arendt, La condición
humana), capaz, además,
de responder moralmente por una y
otra (P. Ricoeur, Historia y Narratividad). Volveremos sobre estos tres ámbitos en
el apartado “El mundo de la vida”.
De momento señalamos que, dentro
del marco anteriormente expuesto (¿quién es sujeto?), la tarea de formación de
sujetos resulta difícil para nosotros. Las condiciones para iniciar los
procesos identitarios no están al alcance de grandes sectores de la población:
no se dan el arraigo y la pertenencia en medio del desplazamiento forzado y la
ausencia de asentamientos permanentes. Ni el reconocimiento en medio de tantos
nacimientos no deseados, fruto de las relaciones ocasionales o violentas:
porque son la mirada amorosa de la madre, la acogida en un entorno estable, la
figura de un padre protector, los que generan los sentimientos de seguridad y
confianza desde la primera infancia. La
conciencia de la propia dignidad inherente a todo ser humano se ve
permanentemente vulnerada por la pobreza extrema que agota la vida en la
sobrevivencia diaria, y no abre una ventana de futuro. El precario uso del
lenguaje, fruto de la escasa educación y una débil socialización, impide al
individuo ser sujeto de una narrativa en la que inscriba también su comunidad,
es decir, su tradición y su cultura. El proyecto de vida como elección de un
sentido tampoco es posible en medio del sometimiento y la imposición de formas
de vida, aseguradas de manera heterónoma por una historia de la que no se ha
hecho parte activa.
Los
gobiernos y la sociedad hemos permitido la
aparición y crecimiento de una gran masa de la población sin identidad
(aunque con cédula), sometida fácilmente, por tanto, a los discursos promeseros
y engañosos que son, además, los únicos que conoce, que no logra hacer visible
su dignidad porque no siente tenerla; una población sin las herramientas del
lenguaje que les permita a sus miembros afirmarse como sujetos de una narrativa
que cuente, carente de un proyecto de vida
impedido por las urgencias del día a día, despojada de un poder que le
permita señorear su destino, transformar algún aspecto de su realidad y, por
tanto, sentirse responsable de su quehacer. Más de dos generaciones de colombianos
se han perdido en los oscuros vericuetos de nuestra historia reciente. Hombres
y mujeres dotados de una dignidad siempre vigente aunque no siempre visible,
dotados de capacidades diversas que no lograron florecer por falta de
oportunidades, perdidos para la nación como
sujetos, actores sociales, ciudadanos
participantes y personas morales. Este es un lujo que la nación no puede seguir
dándose. Las nuevas generaciones, entre la cuna y los veinticuatro años,
todavía pueden ser atendidas o recuperadas
mediante procesos de socialización y de educación en sentido amplio. No
es solo tarea del Estado y de la familia, la sociedad también puede aportar
recurriendo a procesos de educación no formal
y pedagogías sociales y a todo el servicio educativo, no solo la
educación básica y media sino también la
superior. Y esta última, de manera particular,
como formadora de docentes y jóvenes estudiantes que ya pueden
insertarse plenamente en el mundo de la vida como sujetos sociales, ciudadanos
y personas morales.
Dentro del amplio espectro de la formación del sujeto, quiero destacar un aspecto que considero fundamental para este
proceso. Se considera generalmente que la competencia básica para el aprendizaje es la lectoescritura, pero no nos
hemos detenido en lo que es anterior a ella: el habla y su concomitante,
la escucha. Desde comienzos del siglo xx,
la lingüística empezó su desarrollo como ciencia, camino que aún no termina y
que ha arrojado importantes herramientas de comprensión de los fenómenos humanos. No es el caso entrar aquí en ese detalle, solo quiero señalar
que, en los procesos educativos que buscan formar al ser humano como
sujeto, este importante aspecto ha estado descuidado en todas las etapas de la
formación. El habla no es solo una herramienta de comunicación, también lo es de la construcción del yo, primer
pronombre que el niño aprende a verbalizar.
La construcción de un relato favorece la reflexión, el pensamiento lógico, el
desarrollo del vocabulario, o sea, la capacidad de nombrar, pero sobre todo la
reflexividad como capacidad de designarse a sí mismo. Sabemos muy bien que
muchos de nuestros bachilleres terminan su ciclo formativo sin saber hablar, es decir, sin lograr expresar
verbalmente lo que quieren significar, de tal manera que sea entendido por
otro. Las entrevistas de admisión a la educación superior, en este sentido, resultan dolorosas. Fue noticia el
año anterior la renuncia de un
docente universitario, en protesta porque sus estudiantes no sabían
escribir correctamente; ¿sabían ellos hablar correctamente? Me temo que no. Por eso en el lenguaje juvenil priman las
palabras soeces ante la pobreza del vocabulario;
en su comportamiento prevalecen los gestos agresivos ante la incapacidad
de expresar los estados de ánimo mediante
discursos objetivos; y las muletillas, estilo “sí, ¿o qué?”, sustituyen
la carencia de capacidad argumentativa. Como veremos
enseguida, el habla (J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa) o la palabra (H. Arendt, La condición humana) se constituyen en elemento central
en la formación del sujeto. Finalmente es justo destacar el importante papel
que la palabra ha jugado en el proceso de
reparación a las víctimas de la
violencia. Puede decirse que ha sido este un genuino ejercicio de
construcción de identidades narrativas (P. Ricoeur, Tiempo y Narración)
que, a la vez que ha dado nombre a las víctimas, ha convertido a muchos de
los deudos hablantes en agentes de reconciliación; además, ha recuperado la
memoria, transformándola en memoria colectiva, esto es, política, y ha
permitido su ingreso a la historia.
Restrepo Gallego, Beatriz. Reflexiones sobre
educación, ética y política. Fondo Editorial Universidad EAFIT. pp. 9-23.
Medellín, 2014.
Grupo Sofos
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