martes, 7 de mayo de 2019

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El Grupo Sofos tiene el gusto
de invitarle a la conversación:
¿Somos Homo sapiens u Homo stupidus?
El tema de la próxima sesión es «¿Somos Homo sapiens u Homo stupidus?», a cargo de Diego Aristizábal, comunicador social-periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana, escritor, columnista y director de Eventos del Libro de la Alcaldía de Medellín, programa en el cual se destaca la organización anual de la Fiesta del Libro y la Cultura.
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Entrada libre
Lugar:            Casa Museo Otraparte / Carrera 43A n.º 27A Sur - 11 / Envigado
Fecha:            Mayo 11 de 2019
Hora:             2:30 p. m.
Ver formulario de evaluación de la conferencia:
Escuchar transmisión en vivo:
Para participación y realizar preguntas en línea, favor comunicarse
a nuestra línea 448 24 04 o a nuestro correo:
gruposofos@gmail.com
Para obtener información adicional puede comunicarse con nosotros al correo electrónico gruposofos@gmail.com. En nuestro blog http://gruposofos.blogspot.com podrá consultar la programación, la metodología de trabajo y la presentación del grupo. O puede también comunicarse con la Casa Museo Otraparte: Teléfono: 448 24 04 - Correo electrónico: otraparte@otraparte.org - Sitio web: www.otraparte.org.



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Lectura preliminar

Sándor Márai y la estupidez humana
(Basado en una idea de William T. Vollmann)

Una vez que sus necesidades primordiales están satisfechas, y a veces incluso antes, el hombre desea intensamente, pero no sabe exactamente qué, pues es el ser lo que él desea, un ser del que se siente privado y del que cualquier otro le parece dotado.
Rene Girard

Querida bisnieta:

El olvido es el destino inevitable de todos. Yo no recuerdo a mis bisabuelos. Nunca los conocí. Nada sé de ellos, nada quiero saber. Bastan tres generaciones para desaparecer sin dejar rastro. Eso es la vida: pasar sin trascendencia.

Esta carta no es un testimonio contra el olvido: sé bien que ese es mi destino inexorable, y no pretendo aplazarlo una generación más; no tiene sentido. Te escribo con otro propósito menos íntimo, si se quiere más antropológico. Ya verás lo que quiero decir.

Los seres humanos somos expertos en racionalizar nuestras equivocaciones y fallas morales. Somos un animal extraño que usa más su cerebro para justificar sus faltas que para evitarlas. Esta carta, una larga excusa y también una confesión, así lo comprueba.

Entiendo tu odio generacional, tu dedo acusador, tu odio contra los causantes de la catástrofe. Vives en un mundo inestable, asaltado por epidemias, huracanes, sequías, terremotos y conflictos permanentes. Los humanos enloquecieron el clima y ahora el clima está enloqueciendo a los humanos…

No tomamos decisiones, no hicimos lo que debíamos, y tu generación está sufriendo las terribles consecuencias. Anticipamos lo que terminó ocurriendo: éramos conscientes del futuro de pesadilla que estábamos creando. Advertimos el peligro, pero ignoramos todas las señales hasta convertir la vida en este planeta, el único que tenemos, en un infierno.

Tienes razón al llamarnos egoístas, depredadores, inconscientes… Eso fuimos. Nuestro legado es la destrucción, la muerte y el sufrimiento, ¿quién podría negarlo? Las rencillas intergeneracionales siempre me parecieron insulsas, están sustentadas en generalizaciones espurias.

Pero este caso es distinto: tu generación acierta cuando nos culpa de su desastre.
No estamos, creo, ante el fracaso de una o dos generaciones, sino ante el fracaso de la humanidad; te pido, entonces, un poco de indulgencia. Este desastre planetario revela un aspecto esencial de nuestra condición. Es como si el creador —la evolución, la naturaleza o quien sea— nos hubiera construido de un modo perverso. Nos entregó, por un lado, los medios para autodestruirnos (el ingenio) y nos negó, por el otro, las capacidades necesarias para salvarnos (la solidaridad y la moderación). La destrucción era inevitable; solo quedaba una pregunta por resolver: ¿cuándo?

Uno podría imaginarse a Dios como una especie de programador maligno. Sentado frente a la pantalla, sonriente, ebrio de determinismo, observando la destrucción predeterminada de la humanidad. La misma humanidad ha contado esta historia de muchas maneras: Prometeo, Golem, Frankenstein… Nuestro ingenio es mayor que nuestra templanza. Eso somos. Hay una frase del biólogo Edward O. Wilson: «Si tuvieran la tecnología, las hormigas ya habrían destruido el planeta». No somos muy distintos.

Hace unos meses, cuando todavía no sabía si iba a poder escribir esta carta (mensaje confuso que arrojo al océano del tiempo), leí una breve entrada del diario del novelista húngaro Sándor Márai. La escribió en julio de 1988, poco antes de su muerte. Resume mi alegato esencial: «Ola de calor. En los periódicos, palabrería sobre la especie humana que con sus vapores y gases ha apestado la atmósfera. […] La estupidez y el genio humano son capaces de todo».

La estupidez y el ingenio. Una mezcla sin duda peligrosa. Esta carta se centra en lo primero: en nuestra estupidez, en nuestros defectos de fábrica, en algunos elementos problemáticos de nuestra esencia. Quizás podríamos haber hecho una transición hacia otro tipo de sociedad. Quizás podríamos haber optado por la vida. No quisimos, dirás tú. No pudimos, digo yo. Nos llevó la corriente de la naturaleza. Nos arrastró nuestra herencia, esa combinación extraña de estupidez e ingenio.

Haré énfasis en tres aspectos de nuestra condición, y voy a hacerlo citando a tres autores (no soy un pensador original, solo un lector curioso) de diferentes tiempos; tres pensadores que, en una síntesis trágica, revelan nuestra esencia autodestructiva.

Hume
Empiezo con David Hume, un filósofo escéptico que vivió hace ya muchos años, durante el despunte de la Ilustración. Miraba al ser humano con compasión inteligente, pues conocía nuestros defectos de fábrica. Dudaba de la razón, esa máquina de justificaciones, y la imaginaba como un hombrecito trepado en un elefante desbocado (o, mejor, propenso a desbocarse). «El hombre es el mayor enemigo del hombre», decía.

En uno de sus textos sobre los orígenes de la moral, un libro que se adelantó por más de dos siglos a las ciencias humanas, escribió una frase que resume bien este primer punto: «No es contrario a la razón preferir la destrucción total del mundo al rasguño de un dedo».

Entiendo tu exasperación: esa frase es un acto de cinismo inaceptable. Pero Hume, gordo bonachón, solo quería plantear los límites de la razón humana, la imperfección de nuestra psicología. Hume está diciendo que somos contradictorios: buenos para componer elaboradas teorías de la justicia e impecables razonamientos morales (nos gustan los mandamientos y los imperativos categóricos), pero muy malos para obedecerlos y cumplir con lo que juzgamos correcto. Somos una especie que no practica lo que su mente predica. «El hombre es por natura la bestia paradójica, / un animal absurdo que necesita lógica», escribió el poeta Antonio Machado.

Somos una especie extraña. Tenemos la capacidad de razonar, sabemos cómo deberíamos actuar, pero carecemos de la motivación psicológica necesaria para cumplir los dictados de nuestros razonamientos y actuar correctamente.

Sabíamos que debíamos cambiar nuestro modo de vida. Sabíamos que teníamos una obligación con las generaciones venideras, que era inaceptable el sacrificio de buena parte de su bienestar por una pequeña parte del nuestro, pero lo hicimos de todas maneras. En ese sentido, Hume fue un visionario trágico de la estupidez de la especie.

Hardin

Voy a pasar ahora a mi segundo punto, a propósito de un pensador del siglo xx, Garrett Hardin. No fue un gran pensador ni dejó gran obra. Pero escribió un breve ensayo sobre la tragedia de los comunes (o recursos de uso común) que predijo el desastre, la trayectoria catastrófica, la inercia inevitable de las cosas…

Hardin escribió con lo que podríamos llamar urgencia malthusiana. Vivió los años más convulsionados de nuestra historia demográfica, años de un crecimiento desbordado de la población. Usaré un ejemplo bucólico para describir la situación del planeta de entonces. Imagino un grupo de pastores que comparten un terreno. Cada pastor es dueño de un pequeño rebaño. Uno de ellos decide ampliarlo y llevar tres ovejas más a pastar al terreno compartido. El beneficio individual es evidente. También lo es el costo social: menos alimento y espacio para las ovejas de todos. Pero el pastor piensa en lo primero y no en lo segundo: hace lo ventajoso y no lo correcto, tal como anticipó Hume. Los demás deciden hacer lo mismo y sobreviene, entonces, la destrucción del terreno y la amenaza a una forma de vida.

Hardin planteó dos asuntos distintos pero complementarios. Primero: la Tierra es nuestro terreno común, una gran hacienda planetaria. Segundo: nos comportamos de manera egoísta; irracionalmente, si se mira desde una perspectiva colectiva: nunca incorporamos el bienestar de los otros en nuestras decisiones. Hardin comparte el pesimismo de Hume. Aunque creía en las leyes, no pensaba que la conciencia (esto es, el razonamiento moral) pudiera salvarnos.

A lo largo de la historia, en comunidades cerradas, los seres humanos diseñaron salidas eficaces al problema de los recursos compartidos. Pero en el ámbito planetario —tú lo sabes, lo vives todos los días—, no fue posible. Fuimos incapaces (institucional, legal y moralmente) de llegar a un acuerdo cooperativo a escala planetaria. Los países ricos no disminuyeron sus ovejas; los otros, los más pobres, no renunciaron a introducir las suyas. Una tragedia, sin duda. Somos peores que hormigas.

Mangabeira

Sigo con mi última idea, no sin antes pedirte perdón por este tedioso inventario, que más parece la lista de excusas de un adúltero que intenta tranquilizar su conciencia mediante ejercicios intelectuales. Casos se han visto…

La idea ha sido repetida muchas veces, de muchas maneras, con muchos ejemplos. Retomo una versión de mi tiempo, obra de un filósofo brasilero que hizo su vida en Estados Unidos, epicentro del consumismo, símbolo de nuestro insaciable apetito. Roberto Mangabeira Unger dice que los seres humanos no solo sabemos que vamos a morir, no solo sospechamos que la vida no tiene sentido (al menos no uno intrínseco), sino que también somos insaciables, estamos siempre insatisfechos, y tenemos una relación extraña con las cosas: dejamos de quererlas una vez las poseemos. Vivimos en un ciclo eterno de deseos cumplidos y descartados: deseo, satisfacción, aburrimiento, otra vez deseo, 1, 2, 3… y así sucesivamente, ad infinitum. Nada parece saciarnos. Creemos que los bienes materiales van a aliviar nuestro vacío existencial. Nos aferramos a una ilusión vana: jamás se cumple pero nunca la desechamos.

Los seres humanos nunca logramos satisfacer nuestras necesidades básicas, pues estas cambian, son dinámicas, están histórica y socialmente determinadas. Necesitamos lo que tienen o quieren los otros: los deseos de los demás nos contaminan irremediablemente. Consumimos porque otros consumen. Y otros consumen porque nosotros consumimos. Nuestros deseos son maleables, influenciados por los demás. Son infinitos, insaciables.

Ninguna sociedad o cultura, dice Mangabeira, puede suprimir esos impulsos fundamentales. Las prédicas de los críticos de la cultura y la sociedad (razonadas todas) usualmente caen en oídos sordos. Son palabras al viento. La razón no nos cambia. Los pragmatistas de la suficiencia, que nos invitan a parar en nuestro afán productivo e innovador, nunca han reclutado multitudes. La filosofía de la renuncia no parece humana. Parafraseando a Edward O. Wilson: excelente idea, especie equivocada.
Como dijo Mangabeira, no hay retorno a Arcadia; nuestra salida del edén es irreversible. Nadie ha podido regresar al paraíso. Tenemos nostalgias naturalistas, sin duda. Pero esa sociedad armónica, satisfecha y pragmática, que está por encima del remolino de deseos insaciables, es una utopía.

No quiero seguir con las justificaciones. «Ya está bueno», dirás. Las excusas exasperan, sobre todo después de tanto rato. Recuerda, simplemente, que la razón no pudo evitar la tragedia de los comunes, exacerbada por nuestras insaciables urgencias.

Hay una imagen que ahora se me viene a la mente y que resume la fórmula de Sándor Márai (ingenio + estupidez = destrucción): las grandes cabezas de la Isla de Pascua, adonde quise ir desde que era niño, para ver esas estatuas gigantes, antropomórficas, repetidas…, negación del pragmatismo y la suficiencia. Quién sabe si los habitantes de la isla se extinguieron como consecuencia de ese frenesí escultor; pudo haber sido por otras causas. Pero la metáfora es apropiada: la autodestrucción, que parece parte de nuestra esencia, puede ser representada por una gran cabeza humana.

Termino, simplemente, pidiendo perdón.

Fuente:
Gaviria, Alejandro. Siquiera tenemos las palabras. Ariel, Bogotá, 2019. Capítulo reproducido con autorización expresa del autor.
Grupo Sofos
Correo electrónico: gruposofos@gmail.com

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