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El Grupo Sofos tiene el
gusto
de invitarle a la conversación:
de invitarle a la conversación:
Dilma Mosquera
El sueño de Dilma, el sueño de todas
El sueño de Dilma, el sueño de todas
El tema de la próxima sesión es “El
sueño de Dilma, el sueño de todas”, a cargo de Dilma Mosquera, licenciada en Artes Plásticas de la Universidad de
Antioquia y coordinadora del Ballet Folklórico Afrocolombiano del Pacífico (Bafoap). Formó parte del grupo
“Explosión Negra” durante más de seis años. Luego de un proceso de maduración por
medio de múltiples experiencias, emprendió el proyecto musical “Sound Raíces”
como solista desde 2017, usando como base y enfoque principal la música
tradicional del Pacífico colombiano junto a elementos musicales contemporáneos,
adquiridos en los diferentes recorridos y experiencias en los años anteriores.
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Entrada libre
Lugar: Casa
Museo Otraparte / Carrera 43A n.º 27A Sur - 11 / Envigado
Fecha: Octubre
6 de 2018
Hora: 2:30 p. m.
Ver formulario de evaluación de la conferencia:
Escuchar transmisión en vivo:
Para participación y realizar preguntas
en línea, favor comunicarse
a nuestra línea 448 24 04 o a nuestro correo: gruposofos@gmail.com
a nuestra línea 448 24 04 o a nuestro correo: gruposofos@gmail.com
Para obtener información adicional puede comunicarse
con nosotros al correo electrónico gruposofos@gmail.com. En nuestro blog http://gruposofos.blogspot.com podrá consultar la programación, la metodología
de trabajo y la presentación del grupo. O puede también comunicarse con la Casa
Museo Otraparte: Teléfono: 448 24 04 - Correo electrónico: otraparte@otraparte.org - Sitio web: www.otraparte.org.
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Lectura preliminar
Las redes silentes
ARCADIA le pidió a una
escritora del Pacífico que describiera lo que representa la mujer en su
cultura. Allí, dice ella, tiene un liderazgo particular, pero a la vez es
territorio de guerra.
Por Yijhan Rentería *
La guía, la sanadora, la maestra, la sabia, la dadora de vida. La
mujer del Pacífico es una y mil. Lleva sobre sus hombros el devenir de una
región sobrerrepresentada y silenciada por la inacción estatal y una guerra
que, como en ningún otro territorio, se disputa sobre el cuerpo femenino y lo
ha convertido en su botín. Ante las caídas se levanta siempre para seguir
sosteniendo lo que tanto se ha esforzado por construir y escasamente le es
reconocido.
La vida de cada mujer de esta región está necesariamente cruzada por
la influencia de otras mujeres de su familia estricta y la extensa (esa que
también ellas mantienen unida). Es femenina la red que asegura las mejores
oportunidades en medio de condiciones tan adversas que están marcadas por un
machismo que se respira en el aire. No se trata de una fuerza menor. Miles de
mujeres hacen el trabajo rudo en la cotidianidad y sus simplezas: parir a los
hijos y criarlos, relacionarlos con los parientes, cohesionar a la familia,
tomar las decisiones determinantes, aprobar y mantener en pie las uniones de
sus hijos adultos, transmitir los saberes tradicionales. Esas habilidades se
pulen al calor del intercambio entre mujeres, gracias al consejo oportuno y a
la experiencia de esas otras que son una.
Criar a los hijos sin la compañía y el apoyo del padre es una de las
principales batallas que deben librar, y también una de sus principales
victorias, pues a pesar de todo los educan. Lo hacen siempre juntas. Todas son
tías de los hijos de las otras; dan posada, apoyo y sermón; resuelven
conflictos, curan mal de amores y remiendan espíritus quebrantados. Todo porque
se tienen; tienen estas redes silentes para soportarse entre ellas, más allá de
los clichés de moda que acaban dando un nombre a todo.
Casi ninguna habla de la tan gastada sororidad, pero se apoyan en lo
esencial, en lo del alma. Lideran sus vidas, y eso ya es mucho. El escenario
cotidiano no agota sus capacidades. Son decididas y tenaces en sus trabajos,
aunque los laureles no sean para sus cabezas. Muchas trabajan sin pausa
dándoles forma a empresas e instituciones, en ocasiones a la sombra de jefes a
quienes incluso escriben los libretos para sus reuniones importantes.
Es afortunado el hecho de que esto ocurra cada vez menos y hoy
podamos ver a tantas mujeres jalonando procesos políticos para autorreconocerse
y empoderarse. A diferencia de nuestras madres y abuelas, que se congregaron
para elegir a un hombre como dirigente, nuestra generación ha podido verlas
ocupando cargos de elección popular en los últimos quince años. Las hemos
admirado por su desempeño al frente de la institucionalidad. Ahora lideran sus
propias iniciativas de emprendimiento, mientras reivindican el valor de sus
saberes ancestrales.
Y es que en varias tradiciones de nuestra cultura la mujer tiene
todavía un rol determinante. Es ella la figura que domina los rituales de
nacimiento, salud y muerte. Madres, abuelas y tías preparan a la embarazada
para su alumbramiento, acompañan o asisten el nacimiento, moldean el cuerpo del
bebé con untos, sobijos y oraciones, lo protegen contra las malas energías y lo
sanan cuando enferma. Cuando alguien muere la figura de la cantora se erige en
medio del dolor de la pérdida, ella se funde con otras mujeres en un canto
responsorial estremecedor con el que dan los adioses al difunto. El alabao es
un espacio de poder femenino que se reinventa para atender la necesidad de las
mujeres de ser escuchadas. Hoy, como nunca antes, componen rimas en protesta
ante las injusticias y las cantan con dejos de alabaos que van tejiendo la
memoria de los pueblos. Cada 2 de mayo, por ejemplo, son mujeres las que
entonan composiciones propias para recordar la masacre de Bojayá, las que piden
justicia y otorgan perdones. En esta región, el equilibrio mismo de la vida
descansa en las manos de las mujeres.
Hasta aquí parece un cuento de hadas, la configuración de lo
perfecto en el curso de la historia y un avance sin tacha hacia una sociedad
más justa. Sin embargo, las condiciones adversas existen y hacen peso muerto.
La exclusión, la invisibilización de los logros en todas las esferas, la
guerra, la injusta guerra de este país, se ha peleado en los cuerpos de la
mujer del Pacífico colombiano como en ningún otro territorio. Miles han sido
violentadas de innumerables formas y viven el terror en su propia piel. Aun así
miran la vida con una gratitud soberbia. ¿Acaso se puede hacer algo más que ir
hacia adelante cuando lo que se deja atrás es tan doloroso?
Esas mujeres que mantienen a su pueblo en pie son las mismas que han
hecho maletas cuantas veces lo ha impuesto el tropel de la guerra y rearman sus
vidas junto a sus familias. Las que se van viudas o acompañadas a rehacerlo
todo, las que acunaron antes para llorar a los muertos luego, las que no se
pueden dar el lujo de romperse porque su cuerpo haya sido sexualmente
violentado, pues si ellas paran se para el mundo que conocen, un mundo donde
siempre se mantiene la esperanza feliz de quien no sabe que lucha en contra de
las probabilidades. Cada día, y en muchos casos sin saberlo, lidian con el peso
de ser colombianas, del Pacífico, pobres, negras y mujeres. Tantos márgenes que
parece que han entrado al juego con el marcador definido.
Según los resultados de la “Encuesta de prevalencia de violencia
sexual en contra de las mujeres en el contexto del conflicto armado colombiano
2010-2015”, realizada por el movimiento Ruta Pacífica por las Mujeres, son las
mujeres pobres, negras y jóvenes las más afectadas por la violencia sexual en
el marco del conflicto armado, tres características para tomar en serio.
Las mujeres de la Costa Pacífica han experimentado la brutalidad
indecible de los ilegales, de la fuerza pública y del Estado, que por tanta
ausencia dejó de ser garante para convertirse en contraventor de derechos.
Ellas han padecido la violencia sexual utilizada como arma por todos los
actores. La sufrieron en silencio por tantos años que, cuando la promesa de la
paz parece tan cercana, encuentran en la palabra el modo de expulsar tanto
dolor invisible. Se cuentan a sí mismas todos sus tormentos porque, a pesar de
lo adverso, no conocen de determinismos y se muestran resueltas a hacerse
valer, a recomponerse, a sacudirse el polvo y caminar sendas nuevas.
Aunque el conflicto como lo conocemos parecería ser cosa del pasado,
las nuevas formas de violencia organizada en bandas criminales, grupos y combos
han aprendido bien la lección: violar a las mujeres es una conducta que se
enquistó en nuestra sociedad. Los casos de violencia sexual contra las mujeres
asociada al crimen organizado son abrumadores, pero contra las mismas víctimas
los hemos venido naturalizando. La violación que seis hombres cometieron a una
mujer en Quibdó hace poco menos de un año mostró el estupor, pero sembró
profundas reflexiones en toda la comunidad, no solo por la brutalidad del acto
sino por la entereza de la víctima que depuso su dolor. Frente a las cámaras
contó lo que le ocurrió y fue vehemente: “No quiero que a más nadie le pase”.
Cuando leo los informes de tantas organizaciones o escucho los
testimonios sanadores de las víctimas, afloran mis propios temores e
inevitablemente regreso a mis viajes de hace pocos años por varias regiones del
Pacífico. Recuerdo las caras recias, la dulzura y el poder encarnado en tantas
mujeres que cohesionaban la vida de sus comunidades y las defendían con una
determinación de bordes suaves, propia de quien sabe que debe mantenerse vivo
porque seguramente hará falta si se va. Ellas no ocultaban su miedo, ese mismo
que sentía yo y que encaraba desde el puerto seguro de una metamorfosis: dejaba
los aretes, vestía pantalones y camisas sueltas, me peinaba poco, cancelaba el
maquillaje y lucía tan asexuada como me fuera posible. Dejaba de izar la
bandera de “lo femenino” para aminorar el peligro. Lo justificaba con el poco
tiempo para arreglarme cuando me concentraba en el trabajo de campo.
En estos andares por territorios dominados por paramilitares en el
Chocó y ríos sujetos al accionar guerrillero en otros rincones del Pacífico, mi
único miedo siempre fue ser mujer. Cualquier hombre podía ser “uno de ellos”.
Siempre temí en aquel tiempo tener que escuchar lo que otras tantas mujeres
escucharon por estas tierras: “Quiero a esta”, “Me dijeron que la llevara”, “Mi
jefe quiere verla”. Ninguna mujer debería sentir eso.
Para mi fortuna, siempre fueron otras mujeres las que me
resguardaron, desde las niñas que me sugerían con la vaguedad de las palabras
(“Mejor se mete por otro lado”, “No pase frente a la casa de...”, “No hable
con...”, “Ese camino es maluco”), hasta las mujeres casi ancianas que guardaban
ese tipo de silencio en que nos encontramos unas con otras y podemos
entendernos solo con mirarnos.
Aun con todo el horror y la barbarie a la que han sobrevivido, y a
pesar de las estadísticas, las mujeres del Pacífico siguen reafirmándose en los
espacios que les han pertenecido: siguen ejerciendo la partería y se organizan
para mantener viva esta práctica; siguen siendo madres y matriarcas
incansables; siguen viviendo y dignificando el campo, siendo maestras, cantoras
de la vida; siguen siendo cocineras en sus fogones de siempre, con sus sabores
intactos y avanzando en la conquista de otros muchos espacios que les eran
restringidos: se reconocen desde su herencia ancestral africana, participan del
debate público, gobiernan sus cuerpos y los reafirman con cada gesto, emprenden
a riesgo de fracaso, materializan esos sueños que parecieron descabellados a
tantos, son las voces de organizaciones, entidades e instituciones, y consiguen
con cada paso ser reconocidas como grandes mujeres que se posicionan donde
quieran y no forzosamente detrás de algún gran hombre.
Hoy, más que nunca, el Pacífico está lleno de mujeres que lo
comprenden y potencia en su particularidad, que dimensionan su riqueza y se
rearman ellas mismas tras el daño, entre otras cosas porque se saben
importantes y necesarias como nunca antes, siempre juntas, siempre
catapultándose unas a otras. Desde semejante escenario, el futuro es promesa de
mejores circunstancias en este territorio, y cobran sentido todas esas cosas
que hoy se dicen tan fácil: soy porque somos, nos tenemos, nos queremos vivas.
* Escritora chocoana y
profesora universitaria.
Fuente:
Revista Arcadia, n.º 154,
24 de julio de 2018.
Grupo Sofos
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