El Grupo Sofos tiene el
gusto
de invitarle a la conversación:
de invitarle a la conversación:
Soñando con el maestro:
Camineros del Viaje a pie de Fernando González
El tema de la próxima sesión es “Soñando
con el maestro”, a cargo de Jesús
Antonio Camacho Pérez, antropólogo, docente e investigador; Julio Hernán Calle Correa, educador físico
y guía ambiental con más de 30 años de experiencia en la práctica del
senderismo, coordinador de excursionismo en Caminería Colombia; y Diana María González P., psicóloga
clínica y docente, participante de la décima versión del proyecto “Lectura de Viaje a pie desde el camino”.
* *
*
Entrada libre
Lugar: Casa
Museo Otraparte / Carrera 43A n.º 27A Sur - 11 / Envigado
Fecha: Abril
21 de 2018
Hora: 2:30 p. m.
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Escuchar transmisión en vivo:
Para participación y realizar preguntas
en línea, favor comunicarse
a nuestra línea 448 24 04 o a nuestro correo: gruposofos@gmail.com
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Para obtener información adicional puede comunicarse
con nosotros al correo electrónico gruposofos@gmail.com. En nuestro blog http://gruposofos.blogspot.com podrá consultar la programación, la metodología
de trabajo y la presentación del grupo. O puede también comunicarse con la Casa
Museo Otraparte: Teléfono: 448 24 04 - Correo electrónico: otraparte@otraparte.org - Sitio web: www.otraparte.org.
Lectura preliminar
Fernando
González
1929
Al
general Tomás Cipriano de Mosquera, un conciudadano.
Viaje a pie de dos filósofos
aficionados
21 de diciembre de
1928
Antes de todo, un autor debe definir su clima interior. Este enmarca,
define el libro. En cada época de su vida el individuo tiene tres o cuatro
ideas y sentimientos que constituyen su clima espiritual. De ellos, de esos
tres o cuatro sentimientos o ideas, provienen sus obras durante esa época.
He aquí, tomadas de nuestro diario de diciembre de 1928, unas notas
que definen nuestro ambiente interior durante la época de la realización, de la
gestación de este libro:
Diciembre, 5. —Cielo azul pálido; quieto el ambiente. Somos muy
felices fisiológicamente. El Pacífico debe estar rutilante. Todos venimos del
mar. Nuestras células son zoófitos marinos,
nadan en soluciones salobres.
Perpetua lucha es la vida del hombre. Concentrarse es el método para
vencer.
En este diciembre los árboles deben dar unas sombras muy frescas a
las orillas de los ríos del Trópico; las selvas deben tener un silencio
religioso en estos mediodías y el mar debe estar tibio, debe enviar a las
costas tufaradas de vida. Nos sentimos el animal perfectamente egoísta.
Nos
llamamos filósofos aficionados para no comprometernos demasiado y porque ese
nombre es mucho para cualquiera. Sólo un estoniano, el conde Keyserling, pudo
tener la desfachatez de escribir dos enormes volúmenes con el título de Diario
de viaje de un filósofo.
Todos nuestros colegas, desde antes de Thales, han sido modestos. En
los manuales de filosofía lo primero que se explica es aquello de que filósofo
quiere decir amigo de la sabiduría; se enseña allí, en las primeras hojas, a
descomponer la palabra en philos y en sophos, con lo cual el
estudiante imberbe cree que sabe griego y les repite eso a las primas, junto
con aquello que decía Sócrates en los alrededores de la Acrópolis durante sus
noches de moralizador: «Sólo sé que nada sé».
Habíamos principiado este diario: «Sonaban en la vecina iglesia,
melancólicamente, las cinco campanadas…», y borramos eso porque eran
reminiscencias del estilo jesuítico de nuestro maestro de retórica, el padre
Urrutia. Un compañero nuestro, que siempre ganaba los premios, comenzaba así
las descripciones de los paseos a caballo: «Eran las cinco de la mañana cuando,
después de recibir la Santa Hostia, salimos alegres, como pajarillos, a
caballo, nosotros y el reverendo padre Mairena…».
A las cinco (no se puede comenzar de otro modo, definitivamente),
abandonamos los lechos, que, entre paréntesis, han sido los lugares de nuestras
mejores lucubraciones, inclusas las referentes a Venus.
Salimos hacia El Poblado, en tranvía, por una de esas hermosas
carreteras antioqueñas que son las más baratas del mundo.
Eran las siete cuando comenzamos a trepar con nuestros morrales
hacia la montaña oriental del valle de los indios sedentarios del Medellín, por
una carretera de un kilómetro que se continúa en una pendiente pedregosa; el
kilómetro de carretera se hizo para que tres caciques fueran a sus quintas a
digerir rezos y hurtos.
Pero antes de seguir y para que el libro se amolde a la definición
que nosotros hemos creado, después de inspirarnos en el padre Ginebra, a saber:
«Organismo ideológico impreso», diremos cuál será este viaje a pie, cuáles sus
finalidades, cuáles sus motivos y cuál el efecto pragmatista que nos
propondremos al escribirlo y al darlo a la estampa. El reverendo padre Urrutia
jamás decía dar a luz un libro, y, por haberlo escrito así, uno de nosotros
perdió el curso de retórica.
Diga el lector si eso de organismo ideológico impreso no
cumple con lo que enseña el padre Prisco de todo lo definido y nada más que lo
definido. Y como, según Aristóteles (conste que apenas hemos oído hablar de
él), definir es obra genial, desde que dimos a luz esa definición nos hemos
apellidado aficionados a la metafísica.
Hacemos muchas digresiones; el lector tiene que perdonarlo, pues es
defecto de nuestra educación clerical.
El viaje se define así: Medellín, El Retiro, La Ceja, Abejorral,
Aguadas, Pácora, Salamina, Aranzazu, Neira, Manizales, Cali, Buenaventura,
Armenia, Los Nevados, a pie y con morrales y bordones. A propósito de bordón,
observa el coaficionado don Benjamín que los Ignacios afirman que el jesuita
debe ser como bordón de hombre viejo. Esta observación ennobleció ante nosotros
mismos nuestras figuras; nos dio aplomo. Lo airoso o desairado de la actitud
humana depende de la ideología presente entonces en el campo de la conciencia.
De ahí que aquellos que tienen gran movilidad espiritual sean también
variadísimos en sus actitudes físicas. Respecto de los bordones, quedaban
ennoblecidos por el recuerdo de la disciplina jesuítica.
Vimos y sentimos las nubecillas doradas por el sol y las sensaciones
poeticofisiológicas que produce el amanecer al viajero; pero de esto resolvimos
no decir nada porque son tema de estudiante de retórica, así como resolvimos
llamar siempre sol al sol y nunca astro rey ni Febo.
A la media hora de caminar había nacido la idea de este libro y
habíamos resuelto adoptar como columna vertebral moral del viaje la idea de
ritmo.
El ritmo es tan importante para vivir como lo es la idea del
infierno para el sostenimiento de la Religión Católica. Cada individuo tiene su
ritmo para caminar, para trabajar y para amar. Indudablemente cuando un hombre
y una mujer se atraen, eso se verifica por sus ritmos; es porque unidos son
importantísimos para la economía del universo. Por el ritmo podrían calificarse
los hombres…
Respirábamos el aire de la mañana como buenos profesores de gimnasia
sueca. Esas inspiraciones hondas nos traían las mismas emociones que producen
en todos los que han gastado veinte o veinticinco pesos en literatura
estimulante (Dr. Crane, Marden, Atkinson, etc.). Cada uno de nosotros se
propinaba una buena dosis de autosugestiones. Entonces fue cuando apareció
nítida la idea del ritmo, a saber: para no cansarse hay que descubrir nuestros
ritmos, ajustar a ellos nuestros pasos y el movimiento de bordones y
acompañarlos de profundas respiraciones de atleta yanqui.
La salud, la conservación de nuestra elasticidad juvenil, son
finalidades del viaje. ¡Cuán desconocido y despreciado es el deporte por los
colombianos clericales! Quieren mucho el cuerpo humano, pero en la oscuridad;
es un amor de facto.
* *
*
Necesitamos cuerpos, sobre todo cuerpos. Que no se tenga miedo al
desnudo. A los colombianos, a este pobre pueblo sacerdotal, lo enloquece y lo
mata el desnudo, pues nada que se quiera tanto como aquello que se teme. El
clero ha pastoreado estos almácigos de zambos y patizambos y ha creado cuerpos
horribles, hipócritas.
Observa don Benjamín, ex jesuita, que su maestro de novicios, el
reverendo padre Guevara, les ordenó que no se bañaran durante un año, porque
así les sería fácil conservar la inmaculada castidad de San Luis Gonzaga. ¿Qué
mujer atrevida podría acercarse a un novicio? Este sistema del padre Guevara es
mucho mejor que el alambre de púas.
En Colombia, desde 1886 no se sabe qué sea alegría fisiológica; se
ignora qué es euritmia, qué es eigeia.
¿Podría un sedentario de este pueblo andino comprender al yanqui que
se lanzó en bola de caucho por el Niágara, o al galo que atravesó el Atlántico
en solitaria navecilla de vela? ¡Meses y meses en medio y en garras de ese
divino monstruo glauco, oscuro, plata, oro! ¿Podrán nuestras mujeres comprender
a la Lindy americana? El gran efecto del excursionismo es formar caracteres
atrevidos. Que el joven se acostumbre a obrar por la satisfacción del triunfo
sobre el obstáculo, por el sentimiento de plenitud de vida y de dominio. El
hombre primitivo no comprende sino los actos cuyo fin es cumplir sus
necesidades fisiológicas.
Los pueblos acostumbrados al esfuerzo son los grandes. Así, los
países estériles están poblados por héroes. La grandeza de Roma se explica
porque ese puñado de Rómulos eran hombres desesperados que tuvieron que robar
sus mujeres y sus tierras. Fue el mejor, entre ellos, quien cargó y corrió más
briosamente con su joven sabina; quien mejores músculos y atrevimiento tuvo
para la lucha. Así comenzó el estímulo y de ahí nacieron las sugestiones,
emociones y moral de los fuertes que produjeron a los Gracos, Pablo Emilio,
Mario, César, Nerón… Cuando fueron ricos y nacieron los complejos literarios,
cuando nació esa vulgaridad que se llama emociones estéticas, que de todo
tienen menos de estéticas, vino la raza sedentaria que fue testigo de las
invasiones y triunfos sobre Roma de aquellos bárbaros barbudos, fornidos,
orgullosos de sus músculos, de su moral de hombres de presa y de su estética de
superhombres.
Cada
ciencia que se posea es una ventana más para contemplar el mundo. Así, el
viajero que sea botánico, gozará de la vegetación; el mineralogista, etc. El
hombre de ideas generales, como nosotros, goza de todos los aspectos, pero con
la desventaja de la disminución de cada uno de ellos.
El ignorante se aburre en los caminos; sólo percibe las sensaciones
de cansancio y de distancia. Es como un fardo. Su alma está encerrada en la
carne. Los ojos le sirven sólo para ver la comida, el obstáculo y la hembra; el
oído, para oír ruidos, y el tacto, olfato y gusto, para los fines primordiales.
Sirve para ilustrar esta idea el considerar el yo como un
prisionero en casa cerrada y que, mediante labor, fuera abriendo miradores y
salidas al mundo.
Íbamos, pues, de cara al oriente, trepando a Las Palmas, por el
camino bordeado de eucaliptus, entregados a nuestro amor a la juventud, al aire
puro, a la respiración profunda, a la elasticidad muscular y cerebral. Bajaban
serranos y serranas, vacas y terneros, todo oliendo a leche y a cespedón.
Entramos a despedirnos de parientes que veraneaban por allí, gente
sedentaria que al vernos de viajeros a pie, nos miraban tristemente como a
vesánicos. Ninguno de nuestros conciudadanos (si es que en Colombia aún tiene
uno conciudadanos) podía comprender nuestros motivos. Para ellos, se camina
cuando se va para la oficina, cuando se viene del mercado. No está aún en las
posibilidades mentales de nuestro pueblo el comprender los fines interiores.
Cuando nos ven hacer gimnasia nos miran con ojos espantados. Una de nuestras
criadas huyó de la casa después de vernos hacer los movimientos de Ling,
diciendo que no trabajaba en casa de locos. Encontramos en cada pueblo
jovenzuelos montados en mulas orejonas que nos miraban como a seres extraños.
En las posadas nos decían: «Pero, ¿vienen ustedes a pie?». La señora de la
fonda «La Ciénaga» nos dijo que si su marido no hubiera estado allí para
recibirnos, ella nos hubiera hospedado en el cuarto de los sospechosos. Todos
nos repetían: «Yo, teniendo los veinticinco pesos que cuesta la mula, no me
metería por aquí, a pie». Nuestro pueblo es muy tímido e ignorante: las frutas
hacen daño; bañarse es perjudicial. Dicen: «La cáscara guarda al palo». Todos
parecen educados por el padre Guevara…
Llegamos al pie de la cuesta para trepar a Las Palmas, a la casa
donde solemos beber leche espumosa, postrera, es decir, última o la bajada,
leche olorosa a vaho de ternero. La mujercita había salido a buscar sus vacas y
encontramos en la casa a su hermana, hermosa quinceña, maestra en escuela
campestre de El Retiro. Carnes prietas, quemadas por la brisa de la tierra
alta, y espíritu generoso como el de todas las maestras. Sí; las maestras son
muy generosas… Esta serrana, vestida con un faldín prensado, en esa mañana de
plenitud, nos trajo algunas emociones e ideas. Pensamos que la belleza es la
gran ilusión; pensamos que la naranja es una esfera de oro, y que para
comérsela se tira la corteza dorada. ¡Aquella falda prensada…! Pero no;
nosotros no queremos describir lo que pasaría, si fuéramos a comernos aquel
fruto de la altiplanicie andina. No queremos describirlo porque podrían
acusarnos de corruptores de la juventud, como lo hicieron con el maestro Sócrates
—«Sócrates, embadurnado de gracia como si fuera con una miel»— los socios de la
Juventud Católica de Atenas, Meletus, Anytus y Glycon. A nosotros también
podrían acusarnos el hijo de don Jesús y el hijo de don Enrique. ¿Qué pasaría
entonces? Pues que este areópago de santos montañeros nos condenaría a perder
nuestros empleos judiciales —peor que la cicuta—. ¿Y qué haríamos? De pueblo en
pueblo, montados sobre este esqueleto de los Andes, a pie, iríamos repartiendo
nuestros retratos de andarines, circuidos de estas leyendas: «Voyage autour du monde; around the world.
Se hablan ocho idiomas, entre ellos el medellín y el chibcha. Contribuya con su
óbolo para este viaje que hará progresar la industria del alpargate».
Ya ven los lectores a dónde nos llevarían los de la Juventud
Católica si describiéramos a ese hermoso fruto de la serranía despojado de su
corteza y de cara al sol naciente, o, mejor dicho, de cara a las estrellas, y
nosotros, según D’Annunzio, «Chini sopra di lei come per bere d’un calice». Y,
además, somos filósofos castos. Continuemos, pues, nuestro viaje de modo que
este libro pueda caer en manos de pálida virgen. Es nuestro deseo, además, que
sirva de sermonario a los curas de esta tierra de santos y santas palúdicos.
Trepamos
sobre el lomo andino. Allá abajo, en ese vallecito del Aburrá enmarcado por
altas cordilleras, hemos vivido treinta y cuatro años, perseguidos por el Diablo,
ese anciano que aún conserva la cola de nuestros antepasados los monos,
recibiendo las ideas generales a precios carísimos de manos del Negro Cano, el
librero. ¡Qué juventud! Allá, en la altura, reímos alegremente…
A la derecha estaba la antena del inalámbrico. La torre se eleva,
huyendo de la limitación de las montañas, buscando el ámbito universal. ¡Qué
esfuerzo para levantarse de esta tierra! Esa torre fue para nosotros la representación
de lo que los romanos llamaban humánitas.
Un romano tenía humánitas cuando se había hecho universal; cuando
era un ciudadano del universo. Un Nerón elevó su corazón y su mente por encima
de todo prejuicio humano; llegó al supremo egoísmo; todo lo relacionaba con su
propio ser, y, así, se hizo dios. Un Mohandas Gandhi elevó su corazón y su
mente a la inmensa altura donde sólo existe amor. Este, por otro método, se
hizo también dios, o sea, hombre. Ambos tenían humánitas.
En esa mañana olorosa a cespedón se levantaba por encima de las
colinas que la circuían, buscando la liberación del límite, de las fronteras,
buscando el espacio, res communis omnibus, haciéndose humana, la antena
de Marconi.
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