El Grupo de estudio y
trabajo académico, SOFOS,
tiene el gusto de invitarle a la conferencia:
tiene el gusto de invitarle a la conferencia:
Aurita
Con la participación
de
Pilar Velilla, Martha Restrepo Brand y Carlos Velásquez
Pilar Velilla, Martha Restrepo Brand y Carlos Velásquez
Enmarcada en el ciclo Sofos 2017:
“Grandes pensadores de la crítica en Colombia”
* * *
El tema de la próxima sesión es “Aurita”,
a cargo de Pilar Velilla, Martha Restrepo Brand y Carlos Velásquez. Aura María López Posada (Venecia, 1933
- Girardota, 2016) fue escritora, periodista, librera, promotora de lectura y
gestora cultural. Trabajó en entidades como Emisora Cámara de Comercio de
Medellín (programas “Léeme un cuento” y “Por puro gusto”), El Mundo y El Colombiano
(columnista), Museo de Antioquia y Jardín Botánico Joaquín Antonio Uribe de
Medellín, entre otras. Publicó Historias
(Museo de Antioquia, 2004), La Escuela y
la vida (Fundación Confiar, 2006), Mujer
y tiempo (Fundación Confiar / Confecoop, 2009) y El Peñol, crónica de un despojo (Lealon, 2011). Obtuvo el premio El
Colombiano Ejemplar, así como otros reconocimientos en Yarumal y Medellín por
su vocación y servicio a la cultura y a las letras. Confidente de los lectores
en la desaparecida Librería Aguirre, dedicó su existencia a despertar en otros
lo que fue su gran pasión: la lectura.
Pilar Velilla Moreno es comunicadora social – periodista de la Universidad Pontificia
Bolivariana. Fue directora del Museo de Antioquia y del Jardín Botánico Joaquín
Antonio Uribe. Actualmente se desempeña como Gerente del Centro de Medellín.
Martha Restrepo Brand es magíster en Educación y Filosofía y gestora cultural con énfasis
en procesos de cultura y economía solidaria. Se desempeñó durante muchos años
como directora de la Fundación Confiar.
Carlos Alberto Velásquez es comunicador social - periodista de la
Universidad de Antioquia. Actualmente se desempeña como Director de Públicos y Proyectos
de la Casa Museo Pedro Nel Gómez en Medellín.
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Entrada libre
Lugar: Casa
Museo Otraparte Carrera 43A n.º 27A Sur - 11, Envigado
Fecha: Agosto
26 de 2017
Hora: 2:30 p. m.
Escuchar transmisión en vivo:
Para participación y realizar preguntas
en línea, favor comunicarse
a nuestra línea 448 24 04 o a nuestro correo: gruposofos@gmail.com
a nuestra línea 448 24 04 o a nuestro correo: gruposofos@gmail.com
Para obtener información adicional puede comunicarse
con nosotros al correo electrónico gruposofos@gmail.com. En nuestro blog http://gruposofos.blogspot.com podrá consultar la programación, la metodología
de trabajo y la presentación del grupo. O puede también comunicarse con la Casa
Museo Otraparte: Teléfono: 448 24 04 - Correo electrónico: otraparte@otraparte.org - Sitio web: www.otraparte.org.
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Lectura preliminar
Viaje a la desnudez
Por Aura López
Hace 35 años se publicó en Medellín un
pequeño libro bajo el título de Polvo y
ceniza, escrito por María Helena Uribe de Estrada, conjunto de relatos
envueltos en una atmósfera de intimidad, de cierta desolación, cierta nostalgia
sobria, contenida, que trasciende la mera anécdota de sus personajes y la
convierte en desgarramiento interior, en la búsqueda de aquello inasible,
escurridizo, filtrado a través de lo que la autora denomina “grietas”, grietas
en el amor, en el tiempo, en la vida en fin. Quien haya leído este libro
encontrará en él el germen de lo que sería, 23 años más tarde, Reptil en el tiempo, novela publicada en
1986 y que su autora subtituló “Ensayo de una novela del alma”. Reptil en el tiempo es novela de
desnudez: desnudez de quien la escribió, desnudez de los personajes, y de
quienes hayan sabido mirarse en el estremecedor espejo de sus páginas.
No es, pues, gratuito, ni meramente
circunstancial, el hecho de que María Helena Uribe haya tropezado con Fernando
González. Se dio así uno de esos encuentros fatales, ineludibles, que nos hacen
pensar a veces en ciertas atracciones, si no misteriosas, que esa es una
palabra comprometedora, sí, por lo menos, extrañas o extraordinarias. Fue, en
todo caso, el encuentro de dos intimidades, de dos búsquedas, de dos
desgarramientos. Empezando porque Fernando González sólo puede ser abordado
desde la intimidad, de ahí que resulte un tanto torpe e inútil el afán de
clasificarlo, de definirlo o de encasillarlo en una escuela, en una doctrina o
academia, intento que deriva necesariamente en adulteración y en artificio, o
en simple registro anecdótico. Para María Helena Uribe, Fernando González es
“el viajero que iba viendo más y más”. Hermosa y exacta apreciación, que
coincide con la propia búsqueda de la autora, y que sirve de título a su libro.
De ella puede decirse que, en su viaje sin punto de llegada hacia Fernando
González, iba también viendo más y más.
Aunque parezca contradictorio, no es este un
libro para “leer”, en el sentido de instalarse y dejar pasar la mirada, página
por página, como sucede a veces que, mientras leemos, nos parece que nadamos
sobre la superficie de esas aguas, de esas páginas, aun si presentimos su
hondura. En este libro, el lector se sumerge, va hacia el fondo, fondo que no
es otra cosa que Fernando. Nos “hundimos” en Fernando González, gracias a que
la autora ha asumido el mundo de él desde lo filosófico, entendida la filosofía
como búsqueda, como pregunta, como un continuo desnudarse, como un pensar el
mundo, el drama del mundo. No se trata, pues, de un análisis académico,
magistral o de circunstancia, sino de dos desnudeces que se encuentran: él,
desnudo en su permanente pregunta y desasosiego; y ella, desnuda también, lo
que le permite acercarse a él, y rescatar, en la diafanidad de ese
acercamiento, la ternura y la irreverencia, la ira y el amor, la palabra y el silencio,
el dolor y la alegría. Y, sobre todo, la pureza de ese hombre que caminó y
tropezó, dudó, buscó, y padeció tan hondas sacudidas interiores. Para que todo
esto resultara posible, se dio también la sobriedad de la autora, que no es, ni
mucho menos, una sumisa compañera de viaje, pero que tampoco cae en la
soberbia. No se concibe una aproximación a Fernando González desde la vanidad o
la soberbia. Quien se encarame, para mirarlo, en un pedestal, fracasará en su
intento, ni sabrá nada de él. Gracias a la mirada limpia de María Helena Uribe,
este libro entrega la pureza de Fernando González, surgida de sus abismos, de
sus infiernos, de las contradicciones de su ser caótico y confuso. “El
desterrado de todas partes”, lo llama la autora, y emprende la tarea de
dilucidar su pensamiento, de hacerlo accesible al lector, cumpliendo algo así
como una tarea de evangelista, en el sentido de mediación entre él y nosotros.
Ella había conocido personalmente a Fernando
González, lo escuchaba en silencio, conmovida, sentía que sus palabras la
penetraban, la sacudían. Él no le hablaba de sus libros ni ella había leído
ninguno. Pero sentía que algo estaba cambiando dentro de sí, algo que se
parecía a descubrirse, a encontrarse. Después de muerto, ella empieza a leer su
obra, confirmando así que la presencia física del escritor es pasajera, aunque
haya sido importante, y que es en sus libros donde reside. “Busco a Fernando desde mi presente,
que ya es otro de cuando él murió”, dice María Helena en una nota al comienzo
de su libro. “Ni la quebrada Ayurá - Circe, ni la carretera a Envigado, ni su
pisquín, ni sus hijos, ni él, ni nosotros, somos los mismos”. Y más adelante
agrega: “Resulta extraño: los escritos sobre él no nos lo acercan más; al
contrario. Hay, en todos, un cierto respetuoso o agresivo deseo de posesión.
Cada uno habla de su amigo, su maestro, su enemigo o su autor, no quieren verlo
alterado. Y tienen razón, en parte. Leerlo es seguir siendo un ‘sí mismo’, un
‘yo’ incitado, regañado, deslumbrado entre sus contradicciones, tendencias,
alegrías y contrariedades”.
En esa búsqueda desde su presente, la autora
le da la mano a Fernando González, y lo lleva hacia el lector, hacia el corazón
del lector. No es, pues, el suyo, un ejercicio individual, o autista, sino proyectado
hacia los demás. Y lo hace a través de su libro, mediante una técnica novedosa
que suscita en el lector el deseo —o la necesidad— de aproximarse a Fernando
González. No se trata de un texto de exposición o de análisis continuado,
lineal, sino que la autora va hilvanando sus propias reflexiones con fragmentos
de escritos de Fernando González, a manera de haces de luz que, al proyectarse
sobre aquellos fragmentos, permiten al lector la lucidez. Dice, por ejemplo:
“Fernando González sólo quiere hacerse oír. Cree que sus palabras podrían
transformar a su gente, a su país, al mundo. A él”. Y enseguida copia estas
palabras del libro Pensamientos de un
viejo: “Qué hermoso porvenir y qué hermosa obra la de este joven que se
cree héroe o predestinado y que chilla ásperamente como una cigarra hasta que
lo busquen o lo perciban, y crean en sus gritos”.
Así está construido todo el libro de María
Helena Uribe: la autora le da la mano a este hombre que se contradice de un día
para otro, que maldice y bendice, que acaricia y golpea. Pero hay momentos en
los cuales es él quien toma de la mano de ella como para que le sirva de apoyo
y lo lleve. Uno se pregunta si se trata realmente de contradicciones. Y como
respondiendo a esa pregunta, la autora escribe lo siguiente a propósito de un
fragmento transcrito del libro Mi Simón
Bolívar: “Vaivén de su pensamiento autobiográfico como todo lo suyo;
péndulo vivo de un reloj palpitante; sístoles y diástoles. ‘Vivir es cambiar
constantemente’. Pero no es cambiar. Es transitar abierto el panorama, sin
ideas preconcebidas ni prejuicios. Poeta de tempestades físicas y anímicas,
pintor de países externos e íntimos. Caminante que describe esto y aquello, se
apega a uno u otro pensamiento, y recoge nuevos conceptos, interrogantes, experiencias”.
En otra página del libro, esta frase tomada de Viaje a pie, donde el filósofo pregunta: “¿Que nos contradecimos?
Lo que pasa es que nuestro interior es un hervidero de contradicciones”.
El libro, pues, se asemeja a un tejido en
cuya trama se alternan las dos voces: la de Fernando González, “eterno
insatisfecho, impaciente buscador”, como él mismo se califica, y la de María
Helena Uribe, marcando el camino que nos lleve hasta él.
Dice María Helena: “Se asoma a la vida —su
museo predilecto— ávido de sensaciones, ideas, realidades y conocimientos que
lo inquietan, lo dejan perplejo. Angustia de no vivir, de no sentir, de no
poseerlo todo. Paisajes se le abren y se le cierran, se le nublan y se le
aclaran, se enturbian o purifican entre la arrogante tristeza de su soledad”. Y
enseguida nos deja escuchar la voz de Fernando González que dice: “Desde mi
niñez he vivido en el límite de la sombra de la ciencia; entre ésta y lo
desconocido, hay siempre una zona atrayente, sombreada, pecaminosa, ilegal. Ahí
es donde me ha gustado morar. La ciencia oficial no ha tenido mi amor. La
revolución está entre las leyes y el porvenir, zona agradable. Entre la ciencia
y la oscuridad completa, hay otra, a media luz, como de amanecer; ahí he
vivido. No me ha gustado lo que cualquiera puede saber si compra un libro y se
sienta en un taburete. Por eso afirmo que si reglamentaran la profesión de
teólogo, a mí ya no me inscribirían. Amo a los rábulas, a los revolucionarios,
y sobre todos los seres, he amado, desde que nací, a Jesucristo y a Sócrates.
Han pasado milenios y aún continúan siendo la aurora de la humanidad. Siempre
he estado con los descontentos, nunca satisfecho”.
Larga y minuciosa ha sido la tarea de María
Helena Uribe para ir señalando en su libro el itinerario filosófico de Fernando
González. Años enteros hundida en su obra, en esa conciencia que, muy bien lo
dice ella misma, “quiere comunicarse, dirigir, reformar poco a poco —o de una
vez— la ciudad, el país, el mundo, el universo”. La autora asume la tarea de ordenar
el caos, de entresacar de aquellas páginas contenidas en 15 libros publicados
entre 1916 y 1962, y 17 números de la revista Antioquia de los años 36 al 45, el pensamiento de múltiples
personalidades que viven y sienten y padecen desde un solo cuerpo, desde una
sola intimidad: un todo que es Fernando González, padecido por sus personajes y
ellos padecidos por él. Todos aquellos que hablan en esas páginas, y piensan y
dudan y tropiezan y caen y padecen oscuridades, soledades, tentaciones,
amarguras, renuncias, furias, grandezas y miserias, y a veces, a veces, algo
parecido a la serenidad, todos son Fernando González. De ahí que María Helena
Uribe, y el mismo Fernando González, no los llamen “personajes” sino
“personalidades”.
“Si se anda con el viajero —escribe María
Helena— hay que ir de un extremo a otro, con su racimo (a cuestas), de verbos,
sustantivos, adjetivos, gerundios”. Y le hilvana a sus palabras este
pensamiento tomado del Libro de los
viajes o de las presencias: “Me he dedicado a viajar y convivir con todas
las personalidades, porque entendí que las tenía todas: del asesino, del
santón, de Gandhi, del Buda. La creación de un personaje se efectúa con
elementos que están en el autor, reprimidos unos, latentes, más o menos
manifestados, otros. Nadie puede crear un criminal, un avaro, un santo, un
idiota, un celoso, sin que los lleve por dentro”.
María Helena pregunta, señala, afirma, evoca.
Y para cada pregunta, para cada señal, para cada afirmación o cada evocación,
busca —y encuentra— la palabra de Fernando González, hermanas ambas, la de él y
la de ella, en ese camino sin fin de la filosofía. En El viajero que iba viendo más y más duplica la tarea del filósofo.
Y fue en su intimidad, en su preguntarse de escritora lúcida e inteligente,
desde hace años, mucho antes de que las palabras escuchadas, y luego las
escritas de Fernando González, comenzaron a hacer sitio, a labrar un lugar en
esa intimidad, donde caló y encontró albergue, el pensamiento de él, su obra,
que ella define cabalmente como un libro abierto: “Un solo libro en el que
crece, deviene, madura, evoluciona, se refleja, se retrata, se critica, se
alaba, se define, se crucifica; corre en pos de sus sentires del cielo y de la
tierra, a un paso de la sima profunda; a un golpe de alas hacia el Cosmos, y
más allá. Yo sólo intento caminar con él un trecho”.
Si alguien llega a sentirse estremecido al
leer el libro de María Helena Uribe, es señal de que ha vislumbrado a Fernando
González, que es como decir que lo ha encontrado para seguir buscándolo. Le
sucederá, entonces, lo que le sucedió a ella cuando lo escuchaba sin leerlo y
empezó a buscarlo en sus libros, después de muerto, y comparte ahora esa
búsqueda continua, con nosotros, lectores, sabiendo de antemano que no
encontraremos a quien nunca se dio por encontrado.
Caminar siempre y no llegar, no proponer ni
alcanzar metas, no instalarse ni acomodarse. Es ese el legado de estos dos
viajeros que van de la mano a través de estas páginas, camino sin reposo,
permitiéndonos deslumbramientos, desgarramientos, honduras. Pero ya no son dos
los viajeros (ella y él). El lector, sacudido, incitado, asustado, fascinado,
transita también con ellos por el pedregoso camino. Somos pues, ahora, más de
dos. Ahí reside la magnitud de este libro. Y su razón de ser.
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