El Grupo de estudio y trabajo académico, SOFOS,
tiene el gusto de invitarle a la conferencia:
tiene el gusto de invitarle a la conferencia:
Ciudadanías mestizas,
órdenes
alternos y soberanías en vilo
La construcción discursiva de la nación
Una semblanza a la obra
de María Teresa Uribe de Hincapié
alternos y soberanías en vilo
La construcción discursiva de la nación
Una semblanza a la obra
de María Teresa Uribe de Hincapié
Con la participación de
Liliana María López Lopera
Liliana María López Lopera
Enmarcada
en el ciclo Sofos 2017:
“Grandes
pensadores de la crítica en Colombia”
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El tema de la
próxima sesión es “Ciudadanías mestizas, órdenes alternos y soberanías en vilo - La
construcción discursiva de la nación - Una semblanza a la obra de María Teresa
Uribe de Hincapié”, a cargo de Liliana
María López Lopera, candidata al Doctorado en Humanidades de la Universidad EAFIT,
magíster en Filosofía de la Universidad de Antioquia, especialista en Derechos
Humanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y filósofa de la
Universidad de Antioquia. Es autora del libro Las ataduras de la libertad. Autoridad, igualdad y derechos (2007)
y coautora de los libros Las tramas de lo
político. Homenaje a María Teresa Uribe de Hincapié (2009), La guerra por la soberanías. Memorias y
relatos de la guerra civil de 1859-1862 en Colombia (2008) y Las palabras de la guerra. Un estudio sobre
las memorias de las guerras civiles en Colombia (2006).
* * *
Entrada libre
Lugar: Casa
Museo Otraparte Carrera 43A n.º 27A Sur - 11, Envigado
Fecha: Mayo
20 de 2017
Hora: 2:30 p. m.
Después de este conversatorio
nos tomaremos el receso de mitad de año y regresaremos el 12 de agosto para
hablar sobre Aura López con nuestros invitados Pilar Velilla, Martha Restrepo Brand y Carlos Velásquez.
Escuchar transmisión en vivo:
Para participación y realizar preguntas
en línea, favor comunicarse
a nuestra línea 448 24 04 o a nuestro correo: gruposofos@gmail.com
a nuestra línea 448 24 04 o a nuestro correo: gruposofos@gmail.com
Para obtener información adicional puede comunicarse
con nosotros al correo electrónico gruposofos@gmail.com. En nuestro blog http://gruposofos.blogspot.com podrá consultar la programación, la metodología
de trabajo y la presentación del grupo. O puede también comunicarse con la Casa
Museo Otraparte: Teléfono: 448 24 04 - Correo electrónico: otraparte@otraparte.org - Sitio web: www.otraparte.org.
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Lectura preliminar
De la ética en los tiempos modernos
o del retorno a las virtudes públicas
o del retorno a las virtudes públicas
Ser modernos es encontrarnos en un entorno
que nos promete aventuras, poder, alegría, conocimiento, transformación de
nosotros y del mundo y que al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que
tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos [...] las personas que se
encuentran en el centro de esta vorágine son propensas a creer que son las
primeras y tal vez las únicas que pasan por ello [...] sin embargo, la realidad
es que un número considerable y creciente de personas han pasado por ella
durante cerca de quinientos años [...]
M. Berman
Por María Teresa Uribe de Hincapié
El debate en
Colombia sobre la necesidad de una ética civil o ciudadana ha despertado
diversas reacciones. Aquellas de quienes insisten en mantener como referentes
públicos de cohesión y como mecanismos de control social los de la moral
católica; las propias del desencanto postmoderno de quienes desconfían de la
capacidad de cualquier mínimum ético
para establecer unas condiciones de supervivencia social; las de los
nostálgicos de un pasado glorioso, que quisieran retomar al paraíso perdido de
la sociedad premoderna o tradicional.
Por ello,
puede resultar de interés plantear, en el contexto de la sociedad colombiana,
algunos elementos de análisis en torno a lo que sería una ética para los tiempos
modernos y reflexionar sobre la incidencia de procesos particulares de
construcción de la modernidad, tales como la ausencia de virtudes cívicas y
públicas y la generalización de las formas de violencia para la solución de los
conflictos. Esto implica buscarle respuestas adecuadas a tres tipos de
interrogantes:
—¿La moral
católica y “los valores tradicionales de la sociedad colombiana” (nunca bien
definidos) pueden servir aún como referentes éticos y de identidad para el
presente y el futuro del país? ¿Sería posible y deseable recuperarlos?
—¿Es
suficiente una moral individual y privada para los tiempos modernos en
Colombia?
—¿Qué papel
le compete a la política en la construcción de una ética pública y cívica?
El ethos y la ética
El debate
colombiano sobre la ética se ha orientado hacia su dimensión antropológica y
social, hacia la preocupación por las visiones del mundo, por las costumbres,
los valores, las tradiciones y las determinaciones culturales que hagan posible
la convivencia en la diferencia. Estas preocupaciones han dejado de lado otras,
concernientes al fundamento filosófico de la ética, a las relaciones con la
universalización de la razón (Kant), a la estructura comunicativa del lenguaje
(Habermas) o a las restricciones de los juicios morales. Por ello, más que a la
ética como expresión teórico-filosófica, el debate se ha orientado hacia el
ethos sociocultural de los colombianos, hacia sus prácticas sociales y sus
representaciones colectivas.
Es entonces
en el contexto del ethos y no de la ética propiamente dicha, donde se enmarca
esta reflexión, cuyo propósito no es solamente el de introducir alguna puntada
en el debate colombiano sobre el tema, sino también el de intentar desde allí
establecer la relación con los asuntos de la modernidad y de una nueva mirada
sobre la política.
El ethos
sociocultural es el lugar de lo simbólico representado; es el espacio de los
intercambios sociales desde donde se construyen y se reconstruyen los
imaginarios colectivos, los referentes de identidad, los reconocimientos de lo
igual y de lo diferente; en fin, lo que llamaría Durkheim, la producción social de sentido, y Weber las estructuras de conciencia[1].
El ethos
socio cultural instituye de sentido las acciones de los sujetos, los grupos,
las asociaciones, las clases, los pueblos y las naciones. Con base en él (el
ethos), operan las nociones primigenias de lo bueno y lo malo, lo lícito y lo
prohibido, lo posible y lo utópico. El ethos perfila las actitudes frente a lo
sagrado y lo profano, lo místico, lo mágico, lo trágico, la vida y la muerte.
Es en el ethos sociocultural y en sus expresiones discursivas donde se
desarrollan los procesos de identidad y cohesión social, y donde arraiga la
moral y la ética.
El sentido de
pertenencia de un sujeto a la colectividad, a la sociedad, pasa pues por su
inserción en ese mundo instituido de sentido. Allí es donde se percibe como
miembro de su colectividad porque participa en el conjunto de sus
significaciones sociales, en el nosotros
y se diferencia de los otros, de los
que estarían por fuera, al margen o al frente de esa entidad simbólicamente
constituida.
Los ethos
socioculturales además de definir el adentro
y el afuera tienen un cronotopo
determinado, un territorio y un tiempo en el que se enmarcan los procesos colectivamente
vividos y se elaboran los cambios y las transformaciones sociales; a su vez,
los ethos socioculturales y las tramas de representaciones colectivas por ellos
constituidas, requieren (según Durkheim y Weber) cierto grado de
institucionalización y objetivación en estructuras cognoscitivas, normativas y
estatales[2].
Toda sociedad
que pueda llamarse así precisa de una institucionalización del saber social y
del orden colectivo (expresiones del mundo instituido de sentido) y precisa
también de regularidad, estabilidad e intersubjetividad de su sistema cultural.
Igualmente requiere de una periodización de las prácticas sociales en el más
amplio sentido del término: económicas, religiosas, políticas, sexuales,
lúdicas, en orden a garantizar la cohesión y la integración de la sociedad.
La producción
social de sentido es histórica y muy vulnerable a los cambios y a las
transformaciones sociales; los cambios desplazan y reconstruyen los ethos
socioculturales; los viejos referentes colectivos dejan de operar como guías
ciertas en la dirección de las acciones y los juicios morales no son ya
unívocos y claros; estas situaciones de vorágine y transformación, de pérdida
de valores, no son otra cosa que la disolución-recomposición del tejido
cultural en el cual tenía su pleno sentido de orden y orientación el viejo
ethos sociocultural[3].
La pérdida de
los marcos referenciales y simbólicos tradicionales significa ni más ni menos
que la pérdida de sentido; ya no hay una sola gramática para leer lo que pasa;
las viejas identidades se sienten profundamente amenazadas; no hay puntos de
referencia; el orden nuevo no se ve como tal sino como caos; no hay nada sólido
o seguro a lo cual pueda uno asirse porque, como diría Berman, es como si todo
lo sólido se desvaneciera en el aire[4].
Del ethos tradicional al ethos moderno
En las
sociedades tradicionales o premodernas, predominantemente agrarias, no
industrializadas ni urbanizadas, los ethos socioculturales, diversos y
fragmentados, expresan su mundo instituido de sentido a través de una primera
forma discursiva: la religión o lo que los postmodernos (Lyotard) llaman el
metarrelato religioso[5].
Las
sociedades premodernas se articulan sobre un solo centro aglutinante y
totalizador —lo sagrado— en torno al cual se desarrolla la vida social del
grupo en cuestión y el metarrelato religioso o sacro es el que instituye de
sentido las tramas culturales y provee un complejo sistema de representaciones
a través del cual los hombres se ven a sí mismos y a su sociedad; allí
encuentran respuestas a problemas prácticos y vitales, y un sistema de valores
compartidos que favorece la integración cultural y la cohesión social.
El
metarrelato religioso se expresa tanto en las formas primitivas del tótem y el
mito como en las llamadas religiones universalistas de occidente; dentro de
éstas, las judeocristianas en general y la católica en particular instauraron
la idea de un solo Dios trascendente que recompensa y castiga, y una concepción
nueva sobre el ser humano y su destino; éste no es ya asunto de los dioses o de
las estrellas; su situación, tanto aquí como allá, depende en esencia del
mantenimiento y el cumplimiento de una serie de mandatos morales que
constituyen todo un decálogo de comportamiento ético.
De esta
manera el metarrelato religioso y sagrado se convirtió en el centro simbólico y
estructurante de lo social, es decir, lo instituyó de sentido; impregnó
profundamente el ethos sociocultural y garantizó con la fuerza de lo
extratemporal el cumplimiento de su código ético.
En las
sociedades modernas, industrializadas, urbanizadas y emancipadas, los ethos
socioculturales sufren un profundo cambio que consiste según Durkheim en la
racionalización y universalización de las representaciones colectivas. La
sociedad pierde su centro estructurante sacro y se desata en una pluralidad de
esferas relativamente autónomas, regidas por lógicas particulares, con
discursos propios legitimantes y pretensiones específicas de validez. La
sociedad descentrada la llama Weber para designar ese largo y complejo proceso
a través del cual lo sagrado deja de ser el principio estructurante y
totalizador del orden social, su raíz y su fundamento, para dar paso a la
formación de una constelación de significaciones y de universos simbólicos diferentes
y a veces confrontados[6].
En la
sociedad descentrada se autonomizan la esfera de la ciencia y la tecnología,
instaurando otro modelo cognoscitivo y de saber en la sociedad; la esfera
político normativa que ya no refleja el orden sacro ni recurre a legitimaciones
extratemporales separando sus competencias del campo de la moral religiosa; y
la esfera expresiva del arte y la literatura que define sus propias reglas
estéticas y valorativas.
La sociedad
descentrada sustituye el metarrelato religioso por el metadiscurso de la razón,
secularizante, profanador si se quiere, y profundamente erodador de las
certezas de la vieja sociedad. Desde allí se replantean las relaciones entre
moral y derecho y se le debate a la religión el monopolio sobre las nociones de
lo bueno y lo malo, lo lícito, lo justo, lo bello y lo útil.
La modernidad
también instaura un nuevo sujeto de la historia, el individuo, otorgándole la
posibilidad de construir su mundo, de elegir y de escoger, y autonombrándolo
como la piedra angular del nuevo orden social prometiéndole un horizonte
siempre abierto a un progreso sin límites[7].
El
metadiscurso racional no está exento de críticas; para los teóricos de la
Escuela de Frankfurt éste deviene en razón instrumental[8],
para los posmodernos en un nuevo mito tan estéril como el primero. Al margen de
ese debate, lo que interesa resaltar aquí es la implicación del descentramiento
del mundo en los ethos socioculturales y en las representaciones colectivas:
–
Las representaciones colectivas
se desacralizan y se desmitologizan, presentándose una primera dicotomía entre
lo sagrado y lo profano. El mundo de las creencias sagradas y trascendentes se
restringe a la órbita de lo privado, de la moral individual, mientras que lo
secular racionalizado deviene en público, normatizado y legalizado,
constituyendo desde allí nuevos referentes de identidad y universos simbólicos,
tales como los de la ciudadanía, la democracia y el Estado racional legal.
Estas son, en la modernidad, las formas de inserción de los individuos en su
sociedad, mientras que la nación es la forma de la identidad. Esta gran
dicotomía entre lo sagrado y lo profano se desagrega en otras de menor
espectro: la sociedad civil y la sociedad política, lo público y lo privado, el
individuo y el Estado[9].
–
Las representaciones colectivas
se pluralizan, se complejizan y a veces se confrontan; múltiples referentes
simbólicos compiten por instaurar y legitimar formas de integración y de
cohesión social: la nación, la etnia, la clase, la corporación, el partido, el
sindicato, los grupos de interés.
–
La secularización y el
pluralismo propios de la modernidad contribuyen a acentuar la diferenciación
estructural de todo el sistema social, trastoca los tiempos, los espacios y los
territorios, es decir, el cronotopo; además, multiplica los estilos de vida,
las cosmovisiones, los roles, las funciones y las actividades, en fin, los
referentes concretos de la vida social en los cuales se sustentaba y de los
cuales se nutría el viejo ethos sociocultural.
En suma, los
tiempos modernos exigen nuevos marcos referenciales, nuevas representaciones
colectivas, nuevos valores secularizados que garanticen un mínimo de cohesión
social e integración cultural y demandan que esas representaciones colectivas
logren permear y cambiar el ethos sociocultural, instalándose en las
mentalidades y en los modos de ser y de ver el mundo, en los sentidos comunes,
es decir, que se imbriquen con la cultura. Si esto no ocurre, la modernidad no
pasa de ser un proceso incompleto; porque ésta, como dice Berman, es una forma
de experiencia vital, una manera de vivir y de asumir las transformaciones
inducidas por la modernización económica, tecnológica e instrumental[10].
El
tránsito de lo tradicional a lo moderno en Colombia
¿La ausencia
de valores y de un mínimum ético en Colombia está referida, como muchos lo
piensan, a la modernidad postergada, al destiempo entre modernidad y
modernización?[11] o
¿inciden también en esas situaciones de vacío
ético las vías a través de las cuales se accedió a los tiempos modernos en
el país?
Sin
desconocer la importancia de la primera tesis, preferiría explorar la segunda,
siguiendo a grandes trazos las transformaciones históricas en los ethos
socioculturales y el significado particular del tránsito de lo tradicional a lo
moderno.
Para el caso
de América Latina y de Colombia en particular, la sociedad tradicional fue el
resultado de la confrontación violenta de tres ethos socioculturales distintos
en sus universos simbólicos, en sus cosmovisiones, en sus representaciones
colectivas y en sus expresiones culturales, pero centrados todos en
metarrelatos mítico-religiosos. Al final se impuso, a sangre y fuego, el ethos
agenciado por los colonizadores pero sin lograr descomponer del todo las
cosmovisiones totémicas ancestrales más dionisíacas y sensuales, cuyos ritos
mágicos proveían formas de identidad y cohesión tan sólidas que han perdurado
por cinco centurias.
De esa
confusa confrontación de pueblos y etnias, el metarrelato religioso, expresado
a través del catolicismo, logró convertirse en el factor estructurante de la
sociedad mestiza y blanqueada; instituyó de sentido al mundo colonial y buena
parte del republicano; se impuso como matriz primordial del orden moral,
normativo y político, y marcó los hilos culturales que definían el cronotopo:
impuso los tiempos de sembrar y recoger, los de la cotidianidad y de la fiesta
(patronales por excelencia), los de la sexualidad y la abstinencia, y sacralizó
con sus ritos los ritmos vitales de los hombres desde el nacimiento hasta la
muerte.
A su vez,
demarcó y nombró los lugares y los territorios con sus símbolos y sus
instituciones. Alrededor de la iglesia se construyeron los poblados, pues ella
representaba el lugar principal, el centro referencial que preside y vigila el
espacio de la plaza pública y del mercado local; nombró con su santoral
pueblos, veredas y comarcas y regó de imágenes religiosas y santuarios los
caminos y los circuitos veredales. La parroquia fue también, durante buena
parte de nuestra vida colonial y republicana, la unidad administrativa menor en
el ordenamiento territorial del país: para que un poblado fuera reconocido por
la entidad estatal debía ser primero parroquia y para que un sujeto fuese
aceptado en el corpus de la ciudadanía debía pertenecer mucho antes a la
comunidad cristiana mediante el bautismo.
Lo común y lo
colectivo, el dominio de lo propiamente público, se imbricó con lo sagrado, se
confundió con él. Fue la cosmovisión religiosa la que estructuró tanto el
principio cognoscitivo —el saber— como el principio normativo —las reglas morales—,
frente a las cuales los mandatos y leyes del Estado, y el Estado mismo, debían
subordinarse. Lo público y lo privado fueron esferas indiferenciadas y
convergentes hacia ese centro estructurador y totalizante de lo sagrado que
impregnaba con su lógica todo el sistema social.
En Colombia,
lo público tuvo como primera expresión la comunidad
cristiana, entendida como la comunión de bienes espirituales, de creencias
y de mandatos morales. Los referentes de identidad se construyeron desde allí y
se participaba en esa comunidad si se era recibido por la iglesia mediante los
ritos sacramentales. Lo público, entendido como comunidad cristiana, no logró
establecer límite alguno entre la moral privada y las virtudes públicas; éstas
no existían como tales ni resultaban necesarias pues lo común y lo colectivo
estaban totalmente acotados por el universo simbólico de la moral católica, que
partía del presupuesto según el cual un buen cristiano era también un buen
ciudadano.
Según Fernán
González[12],
la iglesia católica se hizo presente en la sociedad tradicional colombiana a
través de estructuras parroquiales de tipo rural y pueblerino, de una pastoral
centrada en la administración de los sacramentos (los que a su vez ordenaban el
cronotopo), de una predicación orientada hacia la conservación de la fe y
también hacia el control de las buenas costumbres y de los espacios de
socialización: las instituciones familiares y educativas. Es decir, una
presencia acentuada en los dominios de lo doméstico-privado y de lo trascendente,
que fortalecía la identidad social, la cohesión y la integración de los sujetos
en la comunidad cristiana.
Sin embargo,
este modelo de integración y cohesión, aparentemente sólido y omnipresente, no
logró disolver del todo los ethos socioculturales de las etnias dominadas: la
india y la negra. Algunos de ellos lograron, a través de la resistencia y la
supervivencia, preservar sus identidades situándose en la periferia del corpus
social y por fuera de la comunidad cristiana, es decir, allí donde la mano de
la iglesia y el Estado no alcanzaran a llegar.
Buscaron
lugares donde el espacio y el tiempo no estuviesen marcados y controlados por
lo sacrocatólico y donde pudiesen librarse de la pastoral sacramental, que
definía formas de relación, sujeción, dominación y control que chocaban con sus
cotidianidades, con sus fiestas, con sus estructuras parentales, con las formas
de vivir la sexualidad, de asumir el cuerpo, de enfrentar la muerte, la
tragedia y el nacimiento. En fin, donde pudiesen identificarse mediante mitos y
ritos que les otorgaban una forma particular de “estar en el mundo”.
Estos ethos
socioculturales distintos no fueron asumidos como tales sino como inmorales y
bárbaros. Se los juzga y se los condena desde la moral católica, desde el
código sacro, como transgresión y pecado, excluyéndolos del mundo instituido de
sentido, pues para la cultura dominante ellos representaban el sin sentido.
De esta
manera se fue configurando a lo largo de los siglos un grupo numeroso de
población no sujeta ni controlada por los poderes instituidos, excluida de la
comunidad cristiana; que vivía “sin Dios y sin ley” y era percibida por las
autoridades como indómita, perezosa, relajada en sus costumbres, ignorante e
incapaz.
Esta
diferenciación, realizada desde el código moral católico, tuvo una doble
expresión: la exclusión étnica y la exclusión espacial, acentuadas por una
presencia desigual de la iglesia en el territorio.
Dice González[13]
que los procesos evangelizadores se centraron en los altiplanos, en los centros
poblados y las ciudades, en las zonas de mayor densidad de población y en las
más articuladas al dominio español, dejando por fuera los valles interandinos,
las laderas cordilleranas de “tierra caliente” y las áreas selváticas y poco
pobladas como la Orinoquía, la Amazonía, el Darién y la Guajira.
Estos fueron
desde entonces los espacios de la alteridad y la otredad donde los ethos
primigenios se transformaron a la sombra de la exclusión, ahondando y
profundizando por esta vía la diversidad regional y la heterogeneidad social.
Ellos, vistos por la sociedad mayor como una amenaza a su propia identidad y
como un riesgo latente para la supervivencia de la comunidad cristiana,
configuraron de esta manera fronteras histórico culturales que escindieron y
fracturaron, antagonizándolas, las partes de un todo imaginario que no tuvo
mínimos referentes comunes para legitimar su existencia como pueblo o como
nación.
La lucha por la representación de lo público
El
advenimiento de la república y la fundación de un Estado estructurado
jurídicamente bajo la forma racional legal, formalmente regido por leyes
abstractas y generales, instauraba, por lo menos en el orden constitucional que
lo fundamentaba, una sociedad moderna
que como tal abandonaba, como principio estructurante y legitimador del orden
social, al metarrelato religioso para descentrar el mundo en esferas
relativamente autónomas; con lógicas propias, separando el derecho de la moral
y dando paso a unas representaciones colectivas o estructuras de conciencia racionalizantes
y universalistas.
Este
descentramiento de lo social suponía también la escisión entre lo privado y lo
público, emancipando lo público de la tutela moral de la iglesia y
configurándolo como un espacio esencialmente secularizado.
Esta tensión
entre lo tradicional real y lo moderno imaginado desata un largo proceso,
inconcluso aún por la representación de
lo público, entre los defensores de un orden sacro y los impulsadores de un
orden laico y secularizado que se expresa en las luchas iglesia-Estado durante
el siglo XIX y buena parte del siglo XX.
Tal
confrontación entre lo tradicional y lo moderno tuvo una primera expresión
política en la configuración de las dos corrientes partidistas: la liberal y la
conservadora.
El proyecto
político conservador definió su perfil en torno al metarrelato religioso, la
moral católica, la autoridad de la iglesia y las representaciones colectivas
por ella instauradas, es decir, insistió en mantener lo público como una
comunidad cristiana y al Estado recién fundado como el órgano especializado
para el control social y el mantenimiento de las reglas morales.
El proyecto
conservador se identificó con la trama cultural de lo que podríamos llamar la
hispanidad —manifiesta en la religión, la lengua (de allí su interés por la
gramática y la ortografía), la tradición y el orden jerárquico estamental y
segmentado, heredados del régimen colonial—. En suma, el proyecto conservador
defendía el mundo de lo tradicional, más retardatario es cierto, pero mejor apuntalado
en el ethos sociocultural y en los universos simbólicos de la sociedad mayor.
El proyecto
de los liberales radicales, por el contrario, intentaba a través del
metadiscurso racionalizante emancipar lo público separando en esferas distintas
la iglesia y el Estado (lo sacro y lo profano), generalizando unas
representaciones colectivas y unas estructuras de conciencia definidas por los
valores propios de la modernidad, y confrontando todo el legado hispánico desde
los principios filosófico-morales del iluminismo europeo; de allí que
enfatizaran en:
–
La secularización de la vida social
trasladándole al Estado la potestad de definir los marcos de las relaciones
intersubjetivas y de los individuos con el Estado, sin necesidad de las
mediaciones sacramentales como las del bautismo o el matrimonio católico.
–
La soberanía entendida como la
emancipación de la tutela eclesiástica y la autodeterminación política sin
interferencias externas de otros poderes o estados, entre ellos, el de la Santa
Sede.
–
La ciudadanía como condición de existencia
social y de inserción en la comunidad nacional. La generalización de la
ciudadanía precisaba de la descomposición de las sociedades segmentadas y de la
aceleración del proceso de individualización; de allí su interés por la
abolición de formas corporativas como la esclavitud y los resguardos.
–
La educación laica y obligatoria para
garantizar la socialización de los niños en los valores de la modernidad,
emancipándolos también de la tutela religiosa; en este mismo sentido iba la
idea de libertad de imprenta.
–
La diferencia entre derecho y moral
delimitando claramente las competencias y diferenciando el pecado del delito,
sobre todo en el ámbito de comportamientos individuales como la prostitución,
el concubinato, el abandono del hogar, la beodez, considerados inmorales por la
iglesia y sancionados como delito de vagancia por el Estado. Esta
diferenciación pasaba también por la necesidad de definir un patrimonio fiscal
público con carácter vinculante, separándolo de los impuestos religiosos como
el censo y el diezmo que no tendrían carácter de obligatoriedad pública ni
sanciones penales por su incumplimiento. Este proyecto político de los
liberales radicales (1848-1880) fue la única propuesta política en Colombia
orientada con un sentido de modernidad y también la única que propuso, en el
marco de la ética, un ideario de buen ciudadano consignado en el proyecto de
escuela laica (1870), es decir, un esquema de derechos, obligaciones y
libertades que buscaba consolidar y socializar lo que Tocqueville llamaba las
virtudes públicas[14].
La corriente
liberal posterior al radicalismo, aunque conservó por algún tiempo el espíritu
secularizante, relegó las virtudes públicas y los asuntos de la óptica
ciudadana a un plano muy secundario, orientándose hacia unas representaciones
colectivas referidas a la libertad individual, la propiedad privada y el
progreso, dejándole los asuntos de la moral, la justicia y la autoridad al
partido conservador. Aquel proyecto de los radicales chocó no solamente con la
propuesta conservadora y católica sino también con los ethos socioculturales de
la mayor parte de la población, es decir, careció de anclajes en la realidad
social, que seguía siendo predominantemente tradicional, rural y pueblerina,
anudada en formas de sociabilidad primarias como el parentesco, el vecindario,
el localismo, las relaciones caudillistas y el gamonalismo.
La lucha por
el control de la representación de lo público entre el conservadurismo y el
radicalismo no logró definirse a favor de ninguno de los grupos enfrentados; la
esfera pública no sería ya comunidad cristiana en el sentido del orden
tradicional, pero tampoco sociedad de individuos libres articulados por las
representaciones colectivas racionalizantes y autónomas de la sociedad moderna.
Por el contrario, lo público terminó escindido en dos mitades mutuamente
excluyentes y antagonizadas de cuyas agresiones recíprocas está hecha la
historia de Colombia.
Esta escisión de lo público terminó anulando este espacio privilegiado para la formación de
universos simbólicos de cohesión y de identidad. En su lugar se instauraron las
de los partidos como representantes de comunidades imaginadas que otorgaban
sentido de pertenencia y representaciones colectivas a las localidades, los
sujetos, los vecindarios y las regiones, creando un sentido de nación y de
patria que se confundía con los partidos y se imbricaba con ellos.
La lucha por la representación de lo público propició su escisión, su fractura y su reemplazo por las dos
colectividades partidistas; éstas pasaron a acotar ese espacio, a
representarlo, a simbolizarlo. Fueron sus universos simbólicos y no los de la
nación o del Estado los que le otorgaron algún principio legitimador e
integrador a la sociedad colombiana.
Esta vía
tortuosa e híbrida en el tránsito hacia la modernidad tuvo repercusiones de
hondo calado en la vida política nacional. Aquí enunciamos las siguientes:
Lo público sustituido y la ausencia de cultura
política. La escisión de lo público en lo
partidista no permitió que se transformase de manera significativa el viejo
ethos sociocultural y que las representaciones colectivas racionalizantes y
universalistas, que existían objetivamente en la Constitución y en la ley,
fuesen asumidas e integradas por los sujetos como parte de sus mentalidades o
como guías para orientar sus acciones y sus comportamientos; por el contrario,
la identidad fue partidista y excluyente. El antagonista político fue
considerado como una amenaza para la identidad, para el ser social colectivo.
Este fenómeno dio paso a una mentalidad excluyente que dificulta la
conformación de una verdadera cultura política.
La escisión
del referente público no permitió la consolidación del Estado como “el otro
generalizado” (tal como lo concebía Durkheim)[15].
El Estado existía formalmente en el ordenamiento jurídico pero no era percibido
así por la mayor parte de los sujetos sociales. Estos carecían de
representaciones colectivas para identificar la diferencia entre Estado y
partidos, lo que condujo a la construcción del primero como un aparato débil,
fragmentado y con dificultades reales para mantener el orden y organizar la
vida social.
La debilidad de lo social y la sobrepolitización de
los conflictos. La escisión de lo público y su
representación en forma partidista, aunada a la debilidad del Estado, determinó
que la mayor parte de los conflictos transitaran por los canales de los
partidos y se debatieran en el espacio de lo propiamente político, aunque
originalmente no tuviesen dicho carácter. De allí resultarían las
confrontaciones sobrepolitizadas que ante la escisión de lo público se resolvían
por la fuerza, la guerra y la violencia.
Así,
conflictos étnicos, vecinales, entre localidades y regiones, interindividuales,
conflictos por la tierra, por el control de recursos naturales y de toda índole
se politizaron y se desarrollaron en esa matriz histórico partidista que sustituyó
lo público en Colombia[16].
La
sobrepolitización de los conflictos tuvo como corolario el debilitamiento de
las sociabilidades y la dificultad para consolidar una sociedad civil fuerte y
organizada. La mayor parte de las organizaciones correspondientes a este ámbito
(sindicatos, asociaciones campesinas, gremios, acciones comunales) han surgido
en el espacio de los partidos o terminaron cooptados por ellos.
La debilidad de la ciudadanía y la ausencia de
virtudes públicas. La escisión de lo público y su
representación partidista no permitió que las representaciones colectivas de la
modernidad, como la ciudadanía y la soberanía popular, tuviesen una existencia
real y se instalasen en las mentalidades, en los sentidos comunes y en los
ethos socioculturales; en lugar de ciudadanos, este proceso crea copartidarios,
miembros de partido, clientelas, clubes políticos y otras organizaciones del
mismo estilo.
A su vez, las
virtudes públicas se confunden con la ideología o las necesidades del partido;
en este contexto, ser buen ciudadano pasa a equipararse con ser buen
copartidario, buen miembro del partido, ir a las urnas o apoyar a sus jefes naturales. No hay un código
público interiorizado y la moral individual privada no provee elementos que
permitan constituirlo.
Pese a las
dificultades descritas y a las implicaciones políticas y éticas de estas vías
de tránsito entre lo tradicional y lo moderno, los partidos y sus universos
simbólicos funcionaron como los referentes de identidad a través de los cuales
se garantizaba alguna forma de legitimidad política. Por su parte la moral
católica, privada y trascendente, logró ejercer control social sobre todo en el
campo de lo doméstico y de las relaciones intersubjetivas; esto en el espacio
de la sociedad mayor, porque las regiones y pueblos excluidos y librados a su
propia suerte constituyeron referentes fragmentarios y localistas que diferían
y se confrontaban con lo bipartidista y con la moral católica.
Este modelo
de legitimidad y de identidad —que funcionó precariamente mientras la sociedad
colombiana fue predominantemente rural y pueblerina, territorialmente dispersa,
económicamente fragmentada y culturalmente desintegrada—, empieza a mostrar
signos alarmantes de crisis política (de legitimidad) y ética (de valores)
cuando el país entra por la senda de las grandes transformaciones sociales
propias de la industrialización, la urbanización y la modernización, es decir,
cuando las formas tradicionales y los referentes espacio-temporales en los
cuales se asentaba el viejo ethos, se disuelven y se descomponen por la
vorágine de la vida moderna.
Los tiempos modernos en Colombia: hacia la formación
de nuevas representaciones colectivas
Los tiempos
modernos en Colombia, vertiginosos, acelerados, erizados de cambios rápidos y
profundos, lograron trastocar en algo más de treinta años la mayor parte de los
referentes concretos y vitales que sostenían a la sociedad tradicional.
El país deja
de ser rural y pueblerino para urbanizarse y concentrar la mayor parte de la
población en las ciudades grandes e intermedias, todas ellas en proceso de
expansión y crecimiento —la explosión urbana denominan a algunos teóricos este
fenómeno—. La industrialización dejó de ser un proceso localizado en algunas
regiones para convertirse en un sistema que subsumió formalmente bajo su lógica
buena parte de la estructura económica del país, formando una trama de
intercambios y de mercados anudados en torno a la forma abstracta del dinero.
La
generalización y extensión de los medios de comunicación de masas multiplicaron
de manera vertiginosa los flujos informativos, creando formas de integración-desintegración
no vista antes y multiplicando los universos simbólicos de una población hasta
entonces relativamente aislada y dispersa.
La educación
formal, en su diferentes niveles, amplió en muy pocos años su cobertura, lo que
produjo unas generaciones más alfabetizadas, más informadas y con grados de
escolaridad significativamente más altos con relación a los períodos
anteriores. A este proceso, Daniel Pécaut lo denomina la revolución educativa[17].
Los cambios
en los roles, en las funciones, en las actividades y en las mentalidades de las
mujeres, que trastocaron los viejos modelos parentales, las relaciones de
pareja y las intrafamiliares, se llevaron de calle el mundo del oikos. El
desarrollo económico y tecnológico suplantó, a veces mediante formas agresivas,
las maneras y los modos de consumir, de producir, de habitar, de circular y de
comunicarse.
Los sectores
medios en ascenso (exiguos y poco relevantes en la sociedad tradicional),
profesionalizados y urbanos, portadores de saberes especializados y más
abiertos que las viejas élites tradicionales a las corrientes mundiales del
pensamiento y a la influencia de los discursos políticos alternativos, se
convierten en grupos de presión de gran significación y fuerza.
La presencia
de las masas, ese fenómeno nuevo de los tiempos modernos, en el escenario de lo
político y de lo económico, y su correlato, los movimientos sociales, cívicos y
ciudadanos, que se organizan por fuera de la matriz partidista y a veces en
franca confrontación con ella, demandan respuestas y participación efectiva.
La
consolidación de un movimiento guerrillero alternativo y sustitutivo del orden
vigente que desafía con las armas a un Estado débil y precariamente legitimado
y, como corolario, las sucesivas manifestaciones de corrientes contraculturales
como el hipismo, los punk, los heavy metal
entre otros, conforman manifestaciones políticas y culturales alternativas a la
tradición.
Estas
transformaciones veloces, simultáneas y no necesariamente articuladas o
explicables desde una lógica común a todas, trajo aquí como en otras partes del
mundo, esa sensación de inestabilidad y amenaza de disolución y de caos, de
pérdida de las viejas certezas y los viejos valores, de miedos inconfesados al
ver al viejo entorno hecho trizas. Esta vivencia de vértigo que sentimos lo
colombianos, como dice Marshall Berman en el epígrafe, nos lleva a pensar que
somos los únicos y los últimos que la han padecido.
La
desaparición de la sociedad tradicional y el advenimiento de los tiempos
modernos genera en todas partes del mundo la pérdida de referentes colectivos y
las crisis éticas; sin embargo, la forma tortuosa e híbrida del acceso a la
modernidad en Colombia, acentúa dramáticamente sus efectos en dos grandes
campos: el de la esfera político estatal (crisis de representatividad, de
gobernabilidad, de credibilidad, de legitimidad) y en la esfera de los ethos
socioculturales (ausencia de valores, vacío ético, disgregación del tejido
social, inexistencia de referentes colectivos de identidad, debilidad de lo
nacional); en ambas esferas, el signo visible de la crisis es la violencia
generalizada, desagregada, plural y difusa, que particulariza nuestra situación
y la hace más traumática y dolorosa.
Si examinamos
el carácter de las transformaciones ocurridas en Colombia en las últimas tres
décadas (los tiempos modernos), no es difícil observar que la mayor parte de
ellas se presentan en la trama socioeconómica en los ámbitos complejos y
particulares donde los sujetos desarrollan sus acciones y desenvuelven sus
vidas, es decir, en los referentes concretos en los cuales arraigaba el viejo
ethos sociocultural, esto es, los dispositivos de poder tradicionales y los
mecanismos de control eclesiástico y partidista.
Como
consecuencia, las localidades, los vecindarios, las parentelas, los
caudillismos tradicionales, la familia extensa y la educación confesional, los
tiempos y los territorios, se trastocan o se disuelven, y la iglesia y los
partidos tradicionales, anudados en esas redes primarias, empiezan a perder
pie, capacidad de control, reconocimiento y autoridad social. Ya no acotan la
nación, no logran encerrarla en sus límites y ésta se desborda y se desparrama
sin encontrar nuevos canales y encausamientos, ni espacios para su
reconocimiento público.
Vivimos en
los tiempos modernos bajo determinaciones particulares, gestadas por un proceso
histórico tortuoso y violento que sustituyó lo público por lo partidista y no
generó identidades de corte democrático (cultura política). Aunque lo religioso
no es ya el centro estructurante de la vida social, el proceso de
secularización está inconcluso.
La modernidad
en Colombia no es un proceso postergado sino más bien desigualmente
desarrollado e híbrido; sus canales de tránsito han estado sembrados de
obstáculos y dificultades. El advenimiento de los tiempos modernos en Colombia
se vive bajo una forma particular de anudamiento entre aperturas y cierres, en
unas lógicas cruzadas que pueden dar cuenta de las crisis de valores y de la
descomposición del orden político.
Las aperturas modernas
Asistimos al
descentramiento de lo social; lo religioso ya no es elemento estructurante del
universo simbólico de los colombianos, ya no lo monopoliza. No es esta una
sociedad confesional y algunas esferas se han autonomizado de la tutela
religiosa. La ciencia, la tecnología y los saberes se rigen ahora por sus
propias reglas y métodos de fundamentación y conocimiento; idéntica cosa podría
decirse del ordenamiento legal, del arte y de la literatura.
Asistimos
también a algunas formas de secularización como aquellas observadas en la
órbita de la familia, las relaciones sexuales y de pareja, los intercambios
económicos, las relaciones interindividuales y los flujos de comunicación de
masas.
Es importante
también la transformación del cronotopo; los referentes territoriales han
cambiado sin encontrar otros marcos de cohesión dando paso al desarraigo
urbano; los tiempos no se guían ya por los universos simbólicos del metarrelato
religioso sino por los requerimientos de la producción y del consumo, de los
flujos monetarios y de la comunicación de masas.
Los cierres de la modernidad
La modernidad
ha permeado muchos de los espacios de la vida social y se instaló con su caudal
de transformaciones en Colombia; sin embargo, encuentra serias resistencias y
obstáculos en la esfera de la sociedad política y en el ámbito de los ethos
socioculturales. Estas dificultades se nuclean en tres puntos específicos: lo
público sustituido, la secularización incompleta y la ausencia de cultura
política (referentes políticos modernos).
Lo público sustituido. Los
tiempos modernos en Colombia encuentran lo público escindido y representado por
las estructuras partidistas. Esto se agudiza cuando los partidos ya no logran
acotar la nación ni ser vehículos de las divergencias sociales. Esta es una de
las causas que precipitan la desintegración social, por cuanto se pierden las
viejas legitimidades y la precaria representatividad del Estado dejando a la
deriva, tanto la disputa política, que se desenvuelve en diversas formas de
violencia, como el espacio de lo público, que sin referentes de modernidad
interiorizados o asumidos desde los ethos socioculturales, termina
privatizándose y convirtiéndose en el lugar de la confrontación de intereses
particulares por los recursos institucionales del aparato de Estado. Así, lo
público se convierte en una especie de tierra de nadie, de la cual se apropia
aquel que tenga los recursos de fuerza suficientes para imponerse a los demás.
La secularización incompleta. La apropiación privada de lo público y su uso particular por
fuerzas y organizaciones de muy diverso carácter, está en relación directa con
la secularización incompleta y las carencias de cultura política.
La existencia
de lo público como representación colectiva en la modernidad, está posibilitada
por la secularización. Sólo una actitud laica que no reconoce ninguna autoridad
o norma como portadora exclusiva y excluyente de verdad y de sentido, permite a
una sociedad organizarse según el principio de la soberanía popular, de la ciudadanía
y de la democracia[18].
La
secularización posibilita una acción consciente de la sociedad sobre sí misma y
la instauración de un orden producido
consensualmente, dejando en el pasado el orden
recibido y percibido como herencia inmutable y totalizante.
En Colombia
las relaciones en la esfera político cultural se han autonomizado de la tutela
católica pero no se han secularizado totalmente, es decir, siguen girando en un
centro mítico, imaginario, totalizante y mesiánico, que se expresa en la
carencia de una concepción desacralizada y totalmente laica de la política. En
el mundo del ethos sociocultural, la esfera de la política no se ha descentrado
ni separado de su núcleo primordial sagrado y aún soporta una carga religiosa
inmensa.
Esta
sacralización de las relaciones políticas hace de las opciones ideológicas
principios inmutables, verdades absolutas no interpelables ni debatibles; las
hace rígidas, intransigentes en las negociaciones, temerosas de contaminarse
con otras tendencias y creencias. Esto ha conducido a demonizar el
contradictor, a convertirlo en enemigo absoluto, portador de todos los males y
objeto de todos los señalamientos y a quien es preciso liquidar por la fuerza.
En las
relaciones políticas sacralizadas arraiga la intolerancia, la carencia de
respeto por la diferencia, los fundamentalismos y los dogmatismos de distinto
corte.
Para los
defensores del orden establecido sería impensable un mundo político plural y
diverso (contaminado, impuro e inmoral), por ello se apuntalan en las tesis de
la comunidad cristiana y del bien común, proponiendo reiteradamente “cruzadas
de salvación nacional” para liberar a la sociedad de todo aquello que perturba
el orden recibido. El miedo que produce la inseguridad y la búsqueda de
certezas y de algo sólido es lo que abre las puertas a todo tipo de
totalitarismos, de limpiezas sociales y de cacerías de brujas como las vividas
en los últimos tiempos en Colombia.
Pero lo más
paradójico es que incluso los movimientos de tipo político o militar
(guerrillas) alternativos al bipartidismo, iluminados regularmente por el calor
del pensamiento marxista —también fundador de la modernidad europea y
copartícipe de todo el movimiento racionalizante y universalizador de occidente[19]—,
no han logrado salirse de la esfera mítica y sacralizante, aunque sean otros
sus dioses, sus héroes, sus relatos y sus utopías mesiánicas.
Estos grupos
reproducen determinaciones del ethos cultural sagrado, propio de las sociedades
premodernas, como el fundamentalismo, la intolerancia, la rigidez en las
negociaciones, la demonización del enemigo y también el mesianismo de la
sociedad socialista, vista como redención de todos los males sociales, de la
pobreza, la ignorancia, el hambre y la explotación.
La carga
religiosa que conlleva esta forma de hacer política es de una esencia mística
que motiva conductas abnegadas, heroicas y toda una vida de sacrificio y
entrega como la que se advierte en algunos militantes de la izquierda
colombiana. A su vez, esa visión totalizadora, sacra y mesiánica, desemboca en
posiciones “no negociables” y en una práctica sectaria y totalitaria.
Ausencia de cultura política. La sacralización de la política se convierte en un obstáculo
formidable para la transformación del ethos sociocultural, para el tránsito de
la democracia como procedimiento formal y normativo a la democracia como forma
de expresión sociocultural, es decir, como cultura política.
Si bien en
Colombia la esfera del derecho se separó de la moral y estableció sus propias
lógicas fundantes tal como lo soñaba Weber, éstas no lograron permear el
sistema de representaciones colectivas y cambiar las estructuras de conciencia;
en este sentido, no fueron interiorizadas por los individuos y no han tenido la
virtualidad de servir como elementos de cohesión e integración social, ni como
guías para la acción o el comportamiento individual y colectivo, es decir, no
hacen parte de la cultura política.
Los viejos
valores se fueron definitivamente con la sociedad tradicional y los
correspondientes a la modernidad (la soberanía popular, la ciudadanía, el orden
producido, la secularización, la escisión entre el Estado y la sociedad civil,
entre lo público y lo privado) existen sólo como formulaciones abstractas que
no logran instalarse en las mentalidades, en las cosmovisiones, en los
imaginarios colectivos; no hacen parte del ethos sociocultural y por eso
carecemos de representaciones colectivas acordes con el mundo de hoy.
El viejo
ethos sociocultural perdió la capacidad de instituir de sentido la sociedad y
el nuevo no existe aún. De allí que la sensación que experimentamos en Colombia
no es precisamente la de un mundo desencantado (Weber), ni la del crepúsculo de
los dioses (Nietszche), sino la de un mundo sin sentido, de un vacío ético que
algunos investigadores sociales como Francisco De Roux[20],
han propuesto llenar con una ética laica y ciudadana, con un código mínimo de
virtudes ciudadanas.
Una ética para los tiempos modernos
Una ética
para los tiempos modernos en Colombia tendría que hacerse cargo de tres
problemas básicos: la refundación de lo público, la secularización de las
relaciones políticas y el desarrollo de una verdadera cultura democrática.
La
alternativa para el vacío ético en Colombia habría que buscarla más en lo
colectivo público que en las individualidades privadas; más que en la moral y
en el derecho, en las prácticas sociales; más que en los principios retóricos y
formalistas, en ese campo vasto y problemático de los ethos socioculturales y
de la cultura política.
Desde esta
perspectiva, la moral católica es necesaria pero insuficiente para crear esos
referentes colectivos de identidad y se quedaría corta en el propósito de
fundar un orden democrático, pluralista y tolerante hacia el futuro. Primero,
porque ya no sería posible recuperarla colectivamente como principio
estructurador del orden social. La historia es implacable y las utopías de
regreso son tan nostálgicas como la búsqueda de certezas en los tiempos
modernos. Segundo, porque tanto para la refundación de lo público como para la
gestación de una cultura democrática sería necesario acentuar los procesos de
secularización, o como dice Norbert Lechner, aliviar la política de la carga
sacra que la acompaña[21].
Lo que sí es
posible y deseable en Colombia, es la participación decidida de la iglesia
institucional y de los católicos en general en la constitución del orden
producido de la modernidad, esto es, en la definición de un mínimum ético
(referentes públicos de identidad y cohesión), contribuyendo desde su lugar, y
en compañía de otros actores sociales, a la consolidación de las virtudes cívicas y ciudadanas. Si es
saludable descargar a la política de sus compromisos religiosos, también lo es
el aligerar las responsabilidades propiamente políticas de la iglesia y de la
fe cristiana; la ética de los tiempos modernos es ante todo un asunto público,
colectivo y una responsabilidad política tanto de la sociedad civil como del
Estado.
Tampoco sería
suficiente la existencia de una moral individual y privada para responder al
vacío ético en Colombia, pues ser un buen cristiano no es lo mismo que ser un
buen ciudadano. La suma de los hombres de bien en el mundo privado no da como
resultado automático un espacio público constituido y tampoco genera procesos
de cultura democrática.
Los criterios
morales individualizados y sin referentes colectivos, como de hecho ha venido
ocurriendo en Colombia en las últimas décadas, terminan por relativizarse y
formar una multitud de códigos morales para el consumo de cada cual, de acuerdo
con sus preferencias individuales. Estos códigos ya no se fundamentan a la
manera de la moral católica o la razón universalizante, sino que se justifican
de acuerdo con un sistema de preferencias individuales y asociales, es decir,
opuestas a lo colectivo y a lo público.
Si bien la
modernidad, como proceso general, pluraliza los valores y los relativiza, también
le ofrece al hombre la posibilidad de construir su mundo, de elegir y de optar.
Esta necesaria construcción del orden no se logra ni desde la esfera privada ni
desde la moral individual, sino en el espacio emancipado de lo público y desde
el reconocimiento de lo colectivo y lo común, nucleado en torno a lo que podría
ser una especie de código del buen ciudadano.
Dicho código
se conforma con base en mínimos referentes de identidad, construidos y no recibidos, que se elaboran desde la pluralidad de
valores, sentidos y órdenes sociales. Ellos no tienen la pretensión de un
centro totalizante y articulador, son asumidos a través del consenso y el
respeto por el disenso, sin la expectativa de su permanencia eterna o su
validez universal, sino con el pleno conocimiento y aceptación de lo que
cambia, de lo mutable, de lo que no es posible asir de manera definitiva y
menos controlar o monopolizar. Su construcción debe estar alentada por el espíritu de la modernidad.
Fuente:
Uribe de
Hincapié, María Teresa. Nación, ciudadano
y soberano. Corporación Región, Serie Pensamientos, Medellín, primera
edición, junio de 2001, p.p.: 159 - 178. Publicado originalmente en: Estudios Políticos n.º 2. Instituto de
Estudios Políticos, Universidad de Antioquia. Medellín, julio-diciembre de
1992.
Grupo
Sofos
Correo electrónico: gruposofos@gmail.com
[1]
BERIAIN, Josetxo. Representaciones
colectivas y proyecto de modernidad. Anthropos. Barcelona, 1990. Pág. 28.
[2]
Ibid. Pág. 47.
[3] Este
proceso es magistralmente descrito en: GEERZT, Clifford. et. al. Géneros
confusos, la refiguración del pensamiento social. En: El surgimiento de la antropología posmoderna. Gedisa. México, 1991.
Págs. 63-68.
[4]
BERMAN, Marshall. Todo lo sólido se desvanece
en el aire. Siglo XXI. México, 1989. Pág. 1.
[5]
VATTIMO, Gianni. Postmodernidad: ¿Una sociedad transparente? En: En torno a la posmodernidad. Anthropos.
Barcelona, 1990. Págs. 9-39.
[6]
Citado por: BERIAIN, Josetxo. Op. cit. Pág. 78.
[7]
BEJAR, Helena. El ámbito de lo íntimo:
privacidad, individualismo y modernidad. Alianza. Madrid, 1988. Pág. 26.
[8]
Sobre la escuela de crítica ver: COLOM González, Francisco. La génesis del
pensamiento francfortiano. En: Las caras
del leviatán. Anthropos. Barcelona, 1992. Págs. 15-65.
[9]
HABERMAS, Jürgen. La reconstrucción del
materialismo histórico. Taurus. Madrid, 1983. Pág. 44.
[10]
BERMAN, Marshall. Op. cit. Pág. 3.
[11]
MELO, Jorge Orlando. Algunas consideraciones globales sobre modernidad y
modernización. En: Colombia al despertar
de la modernidad. Foro Nacional por Colombia. Bogotá, 1991. Pág. 225.
[12]
GONZÁLEZ, Fernán. Ética pública, sociedad moderna y secularización. En: Programa por la Paz: Colombia una casa para
todos. Debate ético. Editorial Anthropos. Bogotá, 1991. Pág. 52.
[13]
Ibid. Pág. 53.
[14]
BEJAR, Helena. Op. cit. Pág. 58.
[15]
BERIAIN, Josetxo. Op. cit. Pág. 58.
[16] PÉCAUT, Daniel. Orden y violencia. Siglo XXI, Tomo 2. Bogotá, 1987. Pág. 535.
[17]
PÉCAUT, Daniel. Crónica de dos décadas de
política colombiana, 1968-1988. Siglo XXI. Bogotá, 1988. Pág. 26.
[18]
LECHNER, Norbert. La democratización en el contexto de una cultura postmoderna.
En: Los patios interiores de la
democracia. Flacso. Santiago de Chile, 1988. Pág. 116.
[19]
BERMAN, Marshall. Op. cit. Págs. 81-119.
[20] DE
ROUX, Francisco. Fundamentos para una ética ciudadana. En: Programa por la Paz. Op. cit. Págs. 131-151.
[21]
LECHNER, Norbert. ¿Responde la democracia a la búsqueda de certidumbre? Op.
cit. Pág. 135.
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