LA EDUCACIÓN COMO
FORMACÓN DE SUJETOS
Desde la aparición de la humanidad, la educación como práctica social ha estado unida a su
desarrollo. La desvalidez del ser
humano, la urgencia de disponer de
una memoria cultural, y no solo genética, y la tensión nunca resuelta entre
instinto y libertad, hicieron necesaria la presencia de procesos que introdujeran a los nuevos miembros del grupo en
las practicas tradicionales, dotándolos de herramientas para enfrentar los retos del medio natural y
del entorno exosocial y permitiéndoles adaptarse de la mejor manera
según su equipamiento genético a la vida de la comunidad. De la eficacia de
este componente educativo dependió la supervivencia de la humanidad.
No fue sino hasta el siglo iv a. C, época clásica de la cultura griega, que esta práctica
social, ya por entonces muy desarrollada y
compleja, empezó a ser reflexionada.
Los resultados de este ejercicio desarrollado
por Sócrates, Platón y Aristóteles, como sus eximios representantes, todavía
hoy alimentan los discursos de la
pedagogía y la didáctica. Sócrates se preguntó por el método de la
enseñanza y sus alcances; Platón señaló su
importancia para la vida política (en
la Republica y las Leyes); y Aristóteles, que percibió la
educación como formación moral, la propuso como superior a la política: así, al
ocuparse de la ambición humana, factor desestabilizador en la polis como causante de grandes diferencias entre la población, expresó (en su Política) que
frente a ella, que es ilimitada, resultaba más efectiva la educación que
las leyes.
En el siglo xv, el
Humanismo renacentista retomó con fuerza la idea griega de la educación como
formación (paideia). Una de sus más importantes figuras, el filósofo y
maestro Pico della Mirandola, en su conocida
obra Discurso sobre la dignidad
del hombre, expresó de manera
todavía hoy admirable su comprensión del ser humano y lo que ello
suponía para la educación: el hombre es un ser inacabado que debe darse a sí
mismo su forma plena. En este pasaje, que
cito extensamente, es Dios quien habla:
¡Oh Adán! No te he
dado un lugar determinado, ni un rostro propio, ni una condición peculiar con
el fin de que poseas el lugar, el rostro y la condición que conscientemente
elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves [...]. No te he
hecho ni celeste ni terrestre, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú,
como árbitro y artífice de ti mismo te
formes y plasmes en la obra que prefieras. Podrás degenerar en los seres
inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en
las realidades superiores que son divinas. ¡Oh suma y admirable suerte del hombre, al cual le ha sido concedido ser lo que quiera!
Quedó así señalado
el norte (el hombre es un ser inacabado) que la Ilustración moderna del siglo xviii se encargaría de hacer compatible
con su propia comprensión del ser humano, recientemente inaugurado como sujeto:
un ser humano dotado de libertad y de una razón iluminada, capaz de reducir la
realidad objetiva a una imagen (como lo señaló Martin Heidegger en “La época de
la imagen del mundo”, Caminos de bosque) y de señorear sobre un mundo
sometido a las leyes del conocimiento científico. En este contexto, la
educación entró a jugar un importante papel y dentro de ella la educación
superior, encarnada en la institución de la Universidad. Estas dos ideas convergen en la Alemania ilustrada, en dos corrientes de pensamiento
que tendrán un gran desarrollo: los pedagogos que desarrollan teorías que
influenciarán grandemente la educación, no solo en Europa, sino también en
America Latina, y los filósofos que
reflexionan sobre la Universidad, a lo que me referiré más adelante. De
momento, basta señalar que la idea de la educación como formación (bildung) se
consolidó y universalizó al menos en el
mundo occidental, entendiéndose como el proceso de dar forma (bilden)
al ser humano.
Los cambios en el mundo de hoy (primacía del sujeto autónomo y del ejercicio de su libertad) han
traído aparejados cambios en la comprensión de la educación, los cuales, desde mediados del siglo xx, han conducido a entender la educación ya no como formación, sino como autoformación, tarea propia del educando, lo que
plantea nuevas exigencias al ser y al actuar del maestro. Ahora, como acompañante y orientador de los procesos de autoformación
de sus estudiantes, ya no como formador de
ellos, el educador ha tenido que asumir nuevas formas de relacionamiento
maestro-estudiante, que no son el simple
contacto reducido al aula y al periodo escolar ni el apego
sobreprotector, y que, por tanto, tocan no solo con el actuar del maestro, sino con su ser. Ahora el maestro es mirado como un ser de acogida (L. Duch, La educación y la
crisis de la modernidad), significando con ello que mediante actitudes
de reconocimiento y solicitud hacia el estudiante, fortalece en él los
sentimientos de pertenencia e identificación
con una comunidad en la que se arraiga a lo largo de un buen periodo de su vida. Es, además, un ser que se comunica (J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa)
al hacer uso de un lenguaje que mediante la argumentación, no el
ejercicio autoritario o manipulador, provoca acuerdos y facilita la
interacción. Por último, es también un ser que guarda fidelidad (A. Heller, Más
allá de la justicia) primero hacia sí mismo, buscando mantener su autenticidad, y luego hacia el estudiante,
en el sentido de cultivar la relación establecida mediante vínculos de
confianza, compromiso mutuo y perseverancia.
Este nuevo enfoque de la educación como autoformación impone también
sobre el estudiante cambios en su ser y su actuar, nucleados alrededor del
valor de la responsabilidad, que no es del caso mencionar aquí. Hago alusión a
ello porque quiero preservar el carácter moral del acto educativo,
necesariamente ligado a los principios de autodeterminación y autodesarrollo
por parte del estudiante, y a condiciones de simetría y reciprocidad por parte
del maestro y del estudiante. Cuando la acción de educar se entiende
simplemente como un proceso de mera transmisión, de intercambio de
conocimientos por dinero, adquiere el carácter mercantil que lamentamos
encontrar en muchos ambientes educativos y que desdice de su significado más
propio. Ya mencioné que la idea de la educación como formación, desarrollada
teóricamente en Europa por los grandes pedagogos del siglo xix y comienzos del xx, permeó el servicio educativo en todo
el hemisferio occidental. Fue corriente encontrar que todos los sistemas
educativos convergían en la idea de formación a la que se añadía el adjetivo de
integral, queriendo significar con ello la complejidad del ser humano y la
necesidad de atender a todas sus dimensiones: cognitiva, volitiva,
psicoafectiva, psicomotriz, nutricional, sensible-emocional, aunque en muy
desigual medida. No se percibió que a pesar de la multidimensionalidad del
esfuerzo, el ser humano producto de este proceso de formación —que olvidó la
inteligencia social, el carácter político y las capacidades morales que
posibilitan el relacionamiento, el reconocimiento de la pluralidad, el respeto
de las diferencias, la responsabilidad por el otro, potenciales en todo ser
humano— seguía siendo necesariamente un ser individual,
bien formado quizás, pero sin referente en la sociedad en la que, como sujeto social, tiene que
desempeñarse. Esa situación se ha hecho evidente en nuestro país, donde la
educación, si bien ha querido formar integralmente, lo ha hecho con el enfoque
individualista de reforzar las capacidades personales, haciendo con ello una
muy pobre contribución a la construcción de un mundo social, político y moral
incluyente, ordenado y justo.
La educación ha de ser entendida, entonces, como formación, más
aún como autoformación integral tanto individual como social, para la vida (social, política y moral) y que, además, es un proceso permanente, que dura toda la vida. Esta ultima idea corresponde a la
aspiración de toda cultura de lograr,
mediante la educación, la formación de seres
humanos que correspondan a un determinado concepto de hombre, de
humanidad, a sabiendas, sin embargo, de que nadie llena plenamente un ideal humano porque la humanidad no se agota en un individuo aunque algunos, como los héroes, los grandes
estadistas, los santos y los genios, tanto del
arte como de la ciencia (M. Scheler, El santo, el genio, el héroe), se hayan acercado a ello. Igualmente corresponde a teorías de la antropología
filosófica o de la filosofía existencial que el ser humano sea un
proyecto siempre inacabado que se inicia con el nacimiento y solo termina con
la muerte, momento en el cual se evidencia,
de manera definitiva y ya inmodificable, la humanidad alcanzada por cada
quien.
También aquí nuestro servicio educativo (que no ha logrado
constituirse en un sistema de educación plural pero unificado, complejo
pero ordenado, secuencial y con una finalidad clara) presenta graves falencias. No tenemos aún una idea del hombre que queremos educar (como nación no la tenemos, aunque
algunas instituciones educativas, sobre todo de educación superior, sí la
tienen, pero en una perspectiva particular y propia), por tanto, no hay una idea
de la educación que nos diga lo que
ella es, cuáles son sus fines y cómo lograrlos. Todavía nos estamos preguntando cuáles
son los factores que inciden en una educación de calidad —cosa que ya en
el mundo se sabe desde hace años— en vez de estar trabajando ya en su promoción
e implementación. Ello se debe a que no hemos logrado apropiarnos de la
importancia de la educación, no solo para el desarrollo personal sino para la
consolidación de la nación en lo social y
en lo económico, en lo político y en lo moral. Esta no es tarea que puedan cumplir los individuos, formados
para su mundo privado, encerrados en categorías
espacio temporales reducidas, volcados únicamente hacia la satisfacción
—desmedida o reducida— de sus necesidades, sea por voluntad propia o por
condicionamientos sociales. Esta es tarea para los sujetos sociales, los
sujetos políticos (o ciudadanos) y los sujetos morales (o personas) que son el
resultado de condiciones de vida estimulantes y de procesos educativos
comprometidos en la formación del ser humano que esta nación requiere.
¿Quien es, entonces, sujeto? Es alguien dotado de identidad (fundada
en el arraigo propio de todo ser vivo y en el reconocimiento por el otro, que
empieza en el momento del nacimiento y que genera sentimientos de pertenencia,
seguridad y confianza); consciente de su dignidad
(fundamento de la autovaloración y la autoestima, necesarias para acometer
acciones portadoras de futuro y para
afrontar la vulneración y la humillación); dotado de la función
narrativa, (mentarse como un yo, narrarse, hablar de si mismo y de los
otros que siempre existen en el relato);
capaz de trazarse un proyecto de vida (construcción de sentido a
partir de la sucesión de experiencias para
configurar una totalidad integrada y significativa, de acuerdo a sus
capacidades y posibilidades), de verbalizarlo mediante la narración (que lo
inscribe en una comunidad y en una cultura determinada) y de realizarlo en
interacción con otros (la dialéctica de la mismidad y la otredad está presente
desde siempre ante el sujeto como sí mismo
que se afirma frente al otro distinto de sí) para transformar la
realidad. El sujeto tiene, por tanto, agenda y en consecuencia, poder y responsabilidad, tiene la capacidad
de introducir cambios y transformar; a esto se llama poder y, en la medida en
que este es resultado de una decisión
personal y libre, el sujeto es responsable por ello.
En esta amplia caracterización se
acotan tres ámbitos fundamentales del ser del sujeto, siguiendo a Paul Ricoeur (Historia y Narratividad): el de “los actos de habla” en los que el sí
mismo se designa como hablante; el de “la acción” en la que se designa como
agente, como autor de una acción que
depende de si mismo; el de “la imputación moral” en la que el sí
mismo se designa como sujeto responsable.
El sujeto o agente es, entonces, aquel ser
humano dotado de palabra (J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa) y de acción (H. Arendt, La condición humana), capaz, además, de responder moralmente por una y otra (P. Ricoeur, Historia
y Narratividad). Volveremos sobre estos tres ámbitos en
el apartado “El mundo de la vida”.
De momento señalamos que, dentro del marco anteriormente expuesto
(¿quién es sujeto?), la tarea de formación de sujetos resulta difícil para
nosotros. Las condiciones para iniciar los procesos identitarios no están al
alcance de grandes sectores de la población: no se dan el arraigo y la
pertenencia en medio del desplazamiento forzado y la ausencia de asentamientos
permanentes. Ni el reconocimiento en medio de tantos nacimientos no deseados,
fruto de las relaciones ocasionales o violentas: porque son la mirada amorosa
de la madre, la acogida en un entorno estable, la figura de un padre protector,
los que generan los sentimientos de seguridad y confianza desde la primera infancia. La conciencia de la
propia dignidad inherente a todo ser humano se ve permanentemente
vulnerada por la pobreza extrema que agota la vida en la sobrevivencia diaria,
y no abre una ventana de futuro. El precario uso del lenguaje, fruto de la
escasa educación y una débil socialización, impide al individuo ser sujeto de
una narrativa en la que inscriba también su comunidad, es decir, su tradición y
su cultura. El proyecto de vida como elección de un sentido tampoco es posible
en medio del sometimiento y la imposición de formas de vida, aseguradas de
manera heterónoma por una historia de la que no se ha hecho parte activa.
Los gobiernos y la sociedad hemos
permitido la aparición y crecimiento de una
gran masa de la población sin identidad (aunque con cédula), sometida
fácilmente, por tanto, a los discursos promeseros y engañosos que son, además,
los únicos que conoce, que no logra hacer visible su dignidad porque no siente
tenerla; una población sin las herramientas del lenguaje que les permita a sus
miembros afirmarse como sujetos de una narrativa que cuente, carente de un
proyecto de vida impedido por las urgencias
del día a día, despojada de un poder que le permita señorear su destino,
transformar algún aspecto de su realidad y, por tanto, sentirse responsable de
su quehacer. Más de dos generaciones de colombianos se han perdido en los
oscuros vericuetos de nuestra historia reciente. Hombres y mujeres dotados de
una dignidad siempre vigente aunque no siempre visible, dotados de capacidades
diversas que no lograron florecer por falta de oportunidades, perdidos para la nación como sujetos, actores
sociales, ciudadanos participantes y
personas morales. Este es un lujo que la nación no puede seguir dándose. Las
nuevas generaciones, entre la cuna y los veinticuatro años, todavía
pueden ser atendidas o recuperadas mediante
procesos de socialización y de educación en sentido amplio. No es solo
tarea del Estado y de la familia, la sociedad también puede aportar recurriendo
a procesos de educación no formal y
pedagogías sociales y a todo el servicio educativo, no solo la educación
básica y media sino también la superior. Y
esta última, de manera particular,
como formadora de docentes y jóvenes estudiantes que ya pueden
insertarse plenamente en el mundo de la vida como sujetos sociales, ciudadanos
y personas morales.
Dentro del
amplio espectro de la formación del sujeto, quiero
destacar un aspecto que considero fundamental para este proceso. Se considera
generalmente que la competencia básica para el aprendizaje es la lectoescritura, pero no nos hemos detenido en
lo que es anterior a ella: el habla y su concomitante, la escucha. Desde
comienzos del siglo xx, la
lingüística empezó su desarrollo como ciencia, camino que aún no termina y que
ha arrojado importantes herramientas de comprensión
de los fenómenos humanos. No es el caso entrar aquí en ese detalle, solo quiero señalar que, en los
procesos educativos que buscan formar al ser humano como sujeto, este
importante aspecto ha estado descuidado en todas las etapas de la formación. El
habla no es solo una herramienta de
comunicación, también lo es de la construcción del yo, primer pronombre
que el niño aprende a
verbalizar. La construcción de un relato favorece la
reflexión, el pensamiento lógico, el desarrollo del vocabulario, o sea, la
capacidad de nombrar, pero sobre todo la reflexividad como capacidad de
designarse a sí mismo. Sabemos muy bien que muchos de nuestros bachilleres
terminan su ciclo formativo sin saber
hablar, es decir, sin lograr expresar verbalmente lo que quieren
significar, de tal manera que sea entendido por otro. Las entrevistas de
admisión a la educación superior, en este
sentido, resultan dolorosas. Fue noticia el año anterior la renuncia de un docente universitario, en protesta
porque sus estudiantes no sabían escribir correctamente; ¿sabían ellos hablar
correctamente? Me temo que no. Por eso en el
lenguaje juvenil priman las palabras soeces ante la pobreza del vocabulario; en su comportamiento prevalecen los gestos
agresivos ante la incapacidad de expresar los
estados de animo mediante discursos objetivos; y las muletillas, estilo
“sí, ¿o qué?”, sustituyen la carencia de capacidad argumentativa. Como veremos enseguida, el habla (J. Habermas, Teoría
de la acción comunicativa) o la palabra (H. Arendt, La condición humana) se constituyen en elemento central
en la formación del sujeto. Finalmente es justo destacar el importante papel
que la palabra ha jugado en el proceso de
reparación a las víctimas de la
violencia. Puede decirse que ha sido este un genuino ejercicio de
construcción de identidades narrativas (P. Ricoeur, Tiempo y Narración)
que, a la vez que ha dado nombre a las víctimas, ha convertido a muchos de
los deudos hablantes en agentes de reconciliación; además, ha recuperado la
memoria, transformándola en memoria colectiva, esto es, política, y ha
permitido su ingreso a la historia.
Fuente:
Restrepo Gallego, Beatriz. Reflexiones
sobre educación, ética y política. Fondo Editorial Universidad Eafit. pp.
9-23. Medellín, 2014.
1 comentario:
Creo que siempre las universidades no solo deben fijarse en como formar profesionales sino que sería interesante poder formar buenas personas, para que dentro de sus carreras universitarias como fuera puedan desempeñarse con nobleza y profesionalismo.
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