Luis Alirio Calle M.
Otraparte, Envigado
Junio 23 de 2007
(Dos preámbulos. Uno: voy a contar una historia que ya he contado en espacios parecidos a este porque creo que ilustra el camino peligroso que ha seguido el periodismo de la noticia que, más que para prestar un verdadero servicio de información, se hace para buscar espectacularidad y obtener premios, y detrás de los premios rating, y con el rating plata, mucha plata. Y dos: me refiero aquí a lo que podríamos llamar “la generalidad” del periodismo, es decir, los grandes medios que copan con sus espacios informativos los principales horarios; esto último alude, desde luego, principalmente a la televisión. Porque la verdad es que no podemos ignorar mucho periodismo y muchos periodistas que son coherentes con su compromiso, pero que no tienen la posibilidad de ser tan masivos como “la generalidad”, es decir, la de los altos índices de rating.)
Alguna vez, hace unos 15 años, fui invitado a un foro sobre periodismo y comunidades populares, organizado por alguna entidad estatal aquí Medellín. Participábamos varias personas de diversos campos académicos y profesionales. Cada uno expuso lo que llevaba y se abrió el foro. En el público había muchos jóvenes, y uno de los primeros que participó, anunció que la inquietud era para mí, y expuso lo siguiente (no es textual, pero es casi fiel a lo que dijo):
“Vea hombre, yo soy de la comuna nororiental y quiero contarle una cosa que nos pasó en el barrio. Hace días subió una gente de televisión de Bogotá a hacer un reportaje por allá donde nosotros vivimos. Hablaron con líderes, entrevistaron, montaron cosas para hacer actuar a la gente, grabaron y se fueron. Todo bien, ¿cierto? Pero a los diítas vimos el reportaje en televisión. La gente quedó con temor y a los pocos días el barrio fue invadido de fuerza pública. Maltrataron gente, se llevaron a muchos jóvenes de muchos no sabemos dónde están y el pánico se apoderó de las calles. Poco tiempo después vimos que a los que hicieron el reportaje les daban un premio por ese trabajo, y lo que yo quiero preguntar es… ¡¿para qué sirve el periodismo, pues, hermano?… porque yo no entiendo que por un reportaje la fuerza pública vaya a aporrear a una comunidad mientras que los que hicieron ese trabajo son premiados y aplaudidos?! ¡Con eso que nos pasó, por dios que no entiendo ni esto del periodismo que hacen, y con eso le digo todo!” y se sentó el muchacho.
Hubo aplausos, después de los cuales vino un gran silencio. Se supone que yo debía contestar, y a mí lo único que se me ocurrió decir fue que iba a tener que revisar las lecciones que me habían dado en la Universidad porque, con base en ese ejemplo, se me acababa de zafar la idea de cuál era la misión del periodismo, y que, igual que él, yo también exigía una repuesta. La gente volvió a aplaudir.
Esa historia podría ser la respuesta a la pregunta por lo que ha sido el periodismo frente al conflicto urbano, no sólo aquí en Medellín sino en todo este país (y frente a todos los otros conflictos también). Y tal pregunta comprometería en particular a los medios locales porque, bien mirado, son los llamados a crear un nuevo periodismo, o mejor, unas maneras nuevas de hacer periodismo frente a los conflictos que generan violencia, y la violencia guerra, y la guerra persecución y violación de los derechos, que aunque es lo mismo en todo el país, en cada región tiene características, propósitos y sustancias propias de cada una.
Pero ahora retomamos la idea... Yo estoy convencido de que el mejor periodismo sucede para la paz, o no es el mejor. Sucede para la paz aunque la noticia, el informe, la entrevista, el reportaje, la crónica, sea sobre la violencia, sobre la guerra.
Y cuando el tema es la violencia, no sólo es el acto terrorista del carro-bomba que explota en medio de la vida, tampoco es sólo el encuentro entre guerrilla y ejército, no sólo son las masacres de campesinos a manos de paramilitares. El tema de la violencia va desde la dinamita puesta en el parqueadero hasta el derrumbe que tumba cinco casas en el barrio la Cruz del nororiente de Medellín, y hasta la muerte por hambre de un niño en el barrio Trincheras.
Visto así, y con una simple mirada que demos sobre el panorama que nos ofrece la Historia y hablo de la Historia de aquí porque es aquí donde nos toca la vida, no hemos sido entonces servidos por el mejor periodismo, porque si el mejor periodismo sucede para la paz, ¿dónde ha estado ese periodismo para que tengamos el resultado de país que tenemos?: violencia, guerrilla, narcotráfico, paramilitarismo, corrupción, narcopolítica, parapolítica, altos niveles de miseria, centeneras de muertes por desnutrición, drogadicción, alcoholismo, desplazamiento forzado, impunidad, discriminación hasta por el nombre.
El periodismo y el tren
A menudo decimos que informar es un servicio público y la información un bien común. Pero... ¿hasta qué punto esto es como la histórica y burlona divisa de los conquistadores españoles que, al verse a muchas millas de distancia del rey quien los enviaba con la orden expresa de respetar a los nativos de Las Indias decían, triunfantes: “Se obedece, pero no se cumple”... y actuaban en consecuencia?
Para mí, el de informar es un servicio como el de acueducto. No basta con llevarle agua bastante a la gente hasta su casa a costos relativamente baratos. Es todavía más importante, en la prestación de ese servicio, que el agua no enferme a la gente, que no les produzca diarreas y fiebres que matan a los niños. Si el agua enferma a la gente, el servicio de acueducto deja de ser una bendición y se convierte en un enorme peligro para la salud pública, aunque sea barato y abundante.
Lo mismo pasa con la información, que puede llegar a ser un verdadero tóxico para el alma de una comunidad que, confundida, anhela saber y entender las cosas que la afectan, saber y entender por qué los derechos y las posibilidades no coinciden, saber y entender por qué los derechos no son reales aunque son legales.
Hoy asistimos a un periodismo y ese periodismo nos asiste “de último vagón”, como lo explicaba la otra vez un reportero de este país, considerado guardián de la ética del periodismo aquí en Colombia: Javier Darío Restrepo.
Porque creo en ella, yo siempre voy a apelar a la comparación que hace Javier Darío de la práctica de este trabajo y un viaje en tren. Como en el tren, hay un periodismo de último vagón que está siempre pendiente de lo último que va pasando para convertirlo en información. Mas lo último es dejado rápidamente atrás por el tren, es olvidado a la vuelta de la próxima curva. A eso se dedica el gran paquete de información que los medios ofrecen a la gente, aquí y ahora, y como pasa tan rápido sin que alcancemos a digerirlo, todo lo que nos informan se queda en el ya barato y fácil, aunque popular, esquema de periodismo ligth, es decir, blando, pasajero, que no exige pensar... no exige ni deja. En realidad, para hacer ese periodismo de último vagón no hay que quemarse las pestañas en una Universidad. Basta, acaso, con ser modelo o parecerlo, y hablar y escribir más o menos bien.
Hay otro periodismo que va en el primer vagón, o si se quiere, en la cabina del maquinista. Ese periodismo está conociendo la vía por donde va el tren y va describiendo lo que sucede, tratando de dar tranquilidad a los pasajeros. Mas es un periodismo que poco o nada puede hacer a la hora de encontrarse de golpe con un bache en la vía, aunque su grito de alerta puede hacer que los pasajeros alcancen a saltar antes de que el tren se descarrile. Con todo, en realidad puede más que el periodismo de último vagón, que sólo sabrá de la desgracia cuando el tren haya caído al abismo, como todo en este país.
Pero hay un periodismo que no va en el tren. Va primero que el tren, kilómetros adelante del tren. Ese periodismo está en capacidad de salvar a todos de la tragedia porque podrá advertirla y tendrá tiempo de informar a la tripulación para evitar el desastre.
Ese periodismo que no va en el tren conocerá primero que tripulación y pasajeros los altibajos de la vía, los cambios de clima, los terrenos débiles, los puentes peligrosos, la localización de los forajidos, el posible y fatal encuentro con otro tren, y a todo eso el tren llegará advertido, prevenido, preparado para enfrentar la adversidad.
Un periodismo que viaja kilómetros adelante del tren es el mejor periodismo, porque el mejor periodismo no sólo lleva sino que emite la luz. Si tuviésemos un periodismo de semejante categoría, podríamos habernos adelantado al narcotráfico y a su terrible legión de sicarios; podríamos habernos adelantado a la corrupción, a la que, como el cáncer, ya nada le vale en su avanzado estado de invasión; podríamos haber entendido, antes de que ocurriera, el desplazamiento forzado de personas como táctica de guerra y habríamos podido burlar las estrategias de la infamia.
Un periodismo que viaja kilómetros adelante del tren es el mejor periodismo, porque el mejor periodismo no sólo lleva sino que emite la luz. Si tuviésemos un periodismo de semejante categoría, podríamos habernos adelantado al narcotráfico y a su terrible legión de sicarios; podríamos habernos adelantado a la corrupción, a la que, como el cáncer, ya nada le vale en su avanzado estado de invasión; podríamos haber entendido, antes de que ocurriera, el desplazamiento forzado de personas como táctica de guerra y habríamos podido burlar las estrategias de la infamia.
Un periodismo así tendría que ser hecho por gente preparada, técnica y éticamente, gente con conocimiento y sensibilidad, y con libertad, aquella libertad altamente responsable que suele habitar en los hombres y mujeres que trabajan con amor, y cuando hablo de amor no quiero adornar nada ni ponerle romanticismo a este asunto, hablo de algo que en periodismo tiene que suceder como sucede en la labor de las mamás cuando les preparan a sus hijos la comida.
Pero claro, un periodismo de esta clase, aunque sea el más excelente servicio, es el peor negocio, pues él mismo se encarga de extirpar las posibles noticias generadoras de rating. Porque, no nos digamos mentiras aunque suene abrupto, infame, diabólico, vende más drama la explosión de la bomba que la desactivación oportuna de la misma, y es menos costoso y más rentable el periodismo de último vagón que va, cómodo, en el tren, que el periodismo que va adelante sometido a los peligros y al mal tiempo, demandando además altísimos costos y poco rating.
¿Y dónde queda el derecho de los pasajeros a llegar vivos y sanos a su lugar de destino? Hombre, siempre nos han dicho que el periodismo no es el poder, no es la administración, que el periodismo es espectador, observador, y que su papel es el de fiscalizar los actos del poder. Pero también nos han dicho que el periodismo es el “cuarto poder”, lo que, en la práctica, se convierte en el primero, porque termina siendo herramienta, e incluso arma, de todos los otros poderes. Napoleón decía que le temía más a tres periódicos que a 100 mil bayonetas. Y uno sí se pregunta: ¿por qué un periódico o un canal de televisión puede motivar la caída de un jefe de Estado, y no, por ejemplo, la reducción significativa de la corrupción? ¿Por qué se puede presionar la echada de un mal ministro y no el nombramiento de uno bueno? ¿Por qué movemos la solidaridad frente a una inundación y no para reducir a su mínima expresión la impunidad?
En nuestro ejemplo, la llamada libertad de prensa, en su esencia de poder elegir, elige lo más cómodo, lo menos costoso y lo que menos ponga en peligro las relaciones con poderosos. La libertad de prensa, en el negocio de la información, es finalmente una política de empresa que no siempre está en concordancia con el derecho a la información que tiene el público a saber y a entender la realidad que no coincide con sus anhelos, con sus búsquedas, con sus derechos.
Es que el periodismo comenzó a enrarecer su ambiente de servicio cuando se descubrió que con él se podía hacer mucho dinero. En el ámbito de los reporteros, de nada sirve tener libertad si no existe la posibilidad de ejercerla, si no hay plata para investigar, si nadie responde por la inseguridad que impliquen tus investigaciones, si el director es quien decide cuándo ejerzo mi libertad y cuándo no. Y en periodismo, sobre todo en periodismo informativo, el de las noticias, dos numerales determinan todo: primero, el director siempre tiene la razón; segundo, si no la tiene, remítase al primer punto.
Conflicto y espectáculoMedellín es una ciudad que apenas estamos descubriendo, todavía muy a medias, muy mediocremente todavía. Lo digo en nombre del público, de la colectividad que se siente víctima de la política, de la economía y de la violencia.
Los políticos probablemente saben y entienden el mundo político que debiera ser de todos, no sólo de los políticos, y lo mismo los que se mueven en el mundo económico que nos contiene, y los artistas su mundo y los deportistas el suyo; y probablemente sean los violentos los que más saben del mundo con el cual nos golpean, y en particular se golpean ellos mismos... Aunque podrían ser también los menos saben de violencia, de sus por qués y sus para qués.
El gran vacío de comprensión está en lo económico y en lo político, principalmente, pero a esa categoría de principal se acerca también el vacío de comunicación social, y en ella, el vacío de periodismo, que sigue siendo, aquí como en el resto del mundo, un servidor y en muchos casos servil y sirviente del poder, tanto del poder estatal como del contraestatal y el paraestatal, y últimamente hasta más de estos últimos… Y periodismo sirviente de la voracidad del mercado y su insaciable furia de espectáculo.
Muchos han señalado que durante los últimos años Medellín, como objeto de información, y en particular del negocio de las historias que venden porque aterran, ha sido una ciudad desvestida a jirones, ultrajada y fragmentada, no una ciudad detenidamente desnudada para sentir para entender sus gritos y sus silencios, sus risas y sus llantos. Valga aclarar que hoy, cuando decimos Medellín, realmente pensamos en toda el Área Metropolitana, expresión técnica que reemplazó la poesía del nombre “Valle del Aburrá”.
También al departamento puesto que no somos sólo capital, ni sólo Área Metropolitana le ha sucedido algo así. La ciudad y la región, más que objetos, materia, tema de la información, han sido en numerosos casos y momentos víctimas de ella, cuando más que informar para prestarle un servicio a la comunidad, lo hemos hecho casi que únicamente para ganar dinero con el espectáculo del dolor de la región y de su ciudad capital.
No nos llamemos a engaño: para los grandes medios Medellín ha sido una mina de historias de la violencia, del dolor y de la miseria, que le han dado a esta ciudad, en todo el mundo, un nombre de leyenda, que puede servir, acaso, hasta para asustar a niños europeos y norteamericanos reacios a tomarse la sopa o a acostarse temprano.
Durante el último tiempo hemos visto cambios, sin duda, nuevas miradas periodísticas motivadas por el renovado ambiente que respiramos. Pero creo que quienes trabajamos en los medios seguimos sin tomarnos el trabajo de investigar y de ayudar a entender, a fondo, lo que nos viene pasando. Los medios se han contentado sólo con describir los hechos dispersos sin mayor análisis, y eso sólo ha servido para señalar, para estigmatizar, para condenar a comunidades enteras entre las que la mayor parte de la población es inocente. En consecuencia, la información trabajada de esa manera tan superficial, tan de afán a causa de la tiranía de los horarios de los noticieros y las horas de cierre de los diarios, para lo único que ha servido es para crear mayor polarización, para separar más, para dividir más, para atizar la guerra, para aumentar las violencia y las violaciones.
En esta parte recuerdo que la profesora María Teresa Uribe, del Instituto de Ciencias Políticas de la Universidad de Antioquia, me hizo alguna vez la advertencia de que los periodismos somos usados como armas de guerra, y que lo peor es que ignoramos. A ello se suma lo que me dijo una tarde en su oficina el asesinado ex ministro de Estado Gilberto Echeverri Mejía: Mucho ojo, que ustedes los periodistas, nos han hecho creer que noticia y verdad son lo mismo.
El periodismo le dedica la mayor parte de su tiempo y de su espacio sólo a relatar los hechos, no a ayudar a interpretarlos. Al periodismo parece importarle sólo el drama de los hechos, no sus significados. Trabajamos para el QUÉ, no para el POR QUÉ. Hemos dado cuenta sólo de los actos, no de las actitudes que concluyen en los actos, no de los orígenes de esas actitudes ni de lo que generan con sus actos.
Informar es contar algo que ha sucedido y que afecta para bien o para mal a la comunidad; dar cuenta de un hecho o suceso que resulta ser de interés público porque afecta a la comunidad... Pero creo que hay algo más trascendental que el hecho mismo, y es la historia que concluye en el hecho, el significado de ese hecho, los hilos que se tejen para llegar al hecho. De la información, más que la noticia, lo que la gente necesita es entender el hecho, en qué y cómo me compromete a mí el hecho como miembro que soy de la sociedad que produce ese suceso objeto de noticia... En el servicio de información, lo que me hace sentir bien servido es entender lo que sucede, los hechos, a través de la descripción, la narración y la imparcial interpretación de esos hechos o sucesos, sentir y saber lo que le están diciendo a la sociedad los hechos o sucesos objetos de noticia. Más que saber con indiscutible exactitud cuántos son los muertos de una matanza, la gente tiene necesidad de saber y entender qué pasa en su organización social para que ocurran matanzas; la gente necesita conocer y entender por qué en lo horrible de las horribles matanzas, lo más horrible es la certeza de impotencia y de impunidad. Como decía un amigo la otra vez: “Lo más horrible es que no pase nada aunque nos pase lo más horrible”.
Periodismo de cerca. Si algún periodismo puede tener la posibilidad de servir a la comunidad con un mayor acercamiento a la verdad, ese es el que se ejerce en el ámbito de lo que denominamos “lo local”. Lo local es el aquí y el ahora, y en lo local todos podemos vernos, representarnos, retratarnos, reconocernos. Por eso, sobre ese periodismo puede influir de manera mucho más positiva la demanda de la verdad porque, en cuanto perteneciente a la localidad, uno tiene mucho más que perder si miente y si es mediocre, porque, como decían las abuelas, “la gente no es boba”.
Al periodismo local le cae con particular peso aquello que, referido a los chismes, sentencia que “pueblo pequeño infierno grande”. Hay una diferencia gigantesca entre ser periodista corresponsal para un medio en Bogotá, y más entre ser corresponsal de un medio extranjero, que serlo para un medio local. La cercanía con el público (lector, oyente, televidente) puede demandar del periodista más investigación, mayor veracidad y un nivel ético superior. Al corresponsal, en cambio, le puede pasar como a los conquistadores españoles respecto del rey cuando se hallaban en América:: “se obedece, pero no se cumple”.
Algo así, sin duda, les sucede a los reporteros que vienen del otro lado del mar a cazar historias de aquí para vender en el mercado de allá. Muchas de esas historias tienen todo el poder de atrapar la atención de sus públicos sedientos de historias exóticas y tropicales, de tragedias y miserias que estremecen su aburrimiento, en el que sólo se acomodan mejor con la seguridad de que entre ellos nunca sucederán tales historias.
Pero son historias desgranadas de una mazorca madre que las contiene. Desgranadas, son historias dispersas, y fragmentan la realidad de quienes, objetos de esas historias, hacen parte de una comunidad, de una ciudad, de un país con historia, con nombre, con cultura, con informaciones y conocimientos que contribuyen a la explicación del resto del mundo. Vistas así, desgranadas, aisladas, parte de un mercado de productos exóticos, sólo son anécdotas que asustan, no revelaciones de profundas desigualdades que comprometen a todo el planeta tierra, incluidos los príncipes y las princesas que habitan bajo campanas de cristal.
Pero volvamos a nuestro periodismo local. En virtud de esa cercanía del periodista con su público, que demanda de él mucha mayor responsabilidad con la veracidad y el verdadero servicio de información para dar luz y para ayudar a abrir caminos, no para detenernos en el dolor y en el llanto, nuestro periodismo local debería ser modelo de periodismo en el país, y debería ser guía y fuente del periodismo que viene aquí a buscar historias, no sólo el periodismo extranjero, también el que viene de Bogotá.
Gracias a esa proximidad, el periodismo local tiene, existencial y culturalmente y desde luego si es ejercido por periodistas unidos cultural y existencialmente a la localidad todas las posibilidades de contribuir de veras al desarrollo de su región sin tantas desigualdades, o por lo menos, sin tantas oscuridades que nos obligan a justificar la miseria y la violencia como resultado de una guerra sin remedio entre buenos y malos; sin tantas medias verdades que nos obligan a aceptar las desigualdades, la violencia y las violaciones como resultado de un subdesarrollo del que nadie es históricamente responsable, y del que prometen que nos van a sacar de una vez por todas los candidatos de turno a los cargos y corporaciones públicas.
¿Por qué en los medios locales no vemos tan en primer plano ni tan en la generalidad informativa noticiosa tal periodismo?
Yo diría que hay tres razones principales. Una: porque aprendemos un esquema de trabajo basado en modelos lejanos y ajenos a la realidad de la región. Segunda, porque no podemos escapar al patrón de medios rentables a como dé lugar, lo cual es impuesto por la economía, por el mercado. Tercera, porque carecemos no sólo de una sensibilidad para hacernos cargo de este trabajo en la región de donde somos, sino de una ética de esa sensibilidad. En ello se revela uno de los grandes vacíos de nuestra educación básica, y uno de los grandes obstáculos para nuestra formación profesional.
Sería muy largo quizás explicar esto que digo, pero tal vez pueda resumirlo en lo siguiente: uno no puede prestar un buen servicio de información a los habitantes de una región cuando de esa región, aún perteneciendo a ella, uno sólo posee datos y fuentes oficiales, y carece de la capacidad para sentir esa región que le pertenece. Cuando a uno no le duele esa región, ni la disfruta en el sentido existencial de la palabra, cuando uno sólo toma de ella lo que a uno le sirve, a uno no le importa la región, y cuando eso sucede, uno no puede hacer por la región un buen trabajo, simplemente porque no está comprometido con ella. Como periodista, aquí en nuestro medio, y probablemente en el resto del mundo también lo digo por las señales del mundo que podemos percibir uno sólo está comprometido con su jefe, y éste con los dueños del medio, cuya única preocupación son los dividendos.
Ahora, a qué llamo aquí “un buen trabajo por la región”, y se sobreentiende que hablo de trabajo periodístico, trabajo de verdadera comunicación… Es aquel trabajo que no sólo da cuenta de un hecho, sino de la historia del hecho. Y para dar cuenta de un hecho, literalmente lo embutimos en esquemas y modelos de cubrimiento periodístico que sólo restan y dividen, no suman ni multiplican. Sometemos el hecho al formato, cuando debería ser lo contrario, someter el formato al hecho y dejar que el hecho lo acomode, lo modifique, lo transforme, lo construya. No es la realidad la que se somete a los modelos de trabajo que sabemos, son nuestros modelos los que tienen que someterse a la realidad que ni siquiera sabemos, y quizás justamente por eso, porque la ignoramos.
Un buen ejemplo de todo esto, diría yo, es la información que supuestamente nos dio cuenta de la situación vivida en la Comuna 13 de Medellín. Lo que quedó después de la tormenta, aún en los barrios más acostumbrados al peligro aquí en la ciudad, fue la idea de que la Comuna 13 de Medellín es el sector urbano más peligroso del país, y en consecuencia, un lugar donde sus habitantes están marcados con una cruz en la frente. El 90 por ciento de la población de la Comuna 13 fue víctima, primero, de lo que pasó, y después, de la información sobre lo que pasó. Y la gente de esa comuna de Medellín es mirada, casi que en todo el mundo, como culpable, no como víctima, como muy peligrosa, no como muy necesitada de justicia... de toda justicia.
Para salir de las sombras…Leí recientemente un texto en el que la investigadora María Teresa Uribe echaba mano del famoso Simil de la Caverna de Platón para aplicarlo a lo que debe ser la función histórica, antropológica y social de la política como ciencia que nos implica y nos libera a todos si de veras queremos llamarnos sociedad.
Yo quisiera echar mano de ese mismo Simil de la Caverna para aplicarlo a la verdadera función del periodismo como ciencia, pero sobre todo como servicio de informar para ayudar a entender, lo cual no tiene otro sentido último que el de la liberación.
Un grupo de hombres, esclavos y encadenados, vivían en una caverna a la que no llegaba jamás la luz del sol. Ellos sólo podían mirar hacia el frente y sólo veían sombras reflejadas en el fondo de la cueva. Esa era su realidad: las sombras planas, vagas, indefinidas e inconstantes de ellos mismos, de animales y de cosas. Nada más existía, salvo las sombras. Ellos mismos eran sólo sombras.
Algún día uno de aquellos hombres se liberó de las cadenas y pudo ver hacia atrás. Descubrió una hoguera, fuente de la luz que reflejaba las sombras, y descubrió los seres y las cosas que los demás sólo veían como sombras reflejadas en el fondo. Exploró más allá y fue descubriendo nuevos formas y niveles de realidad, hasta que pudo ver el exterior, y en el exterior un lago, y en el lago el sol, y por el sol, a él mismo.
Entonces volvió al interior de la caverna a dar cuenta del hallazgo de los colores, de las cosas, de los animales, de la luz, de la belleza, de la libertad, de ellos mismos, de la diversos niveles de la realidad. Pero los otros, que sólo conocían esa vida atada, lineal, monótona, oscura, pero al fin y al cabo la única que tenían y a la cual estaban acomodados sin darse cuenta de que era un sometimiento, no le creyeron, lo dieron por loco, lo callaron.
Cree uno sentir algo más en este famoso símil de Platón, algo que va más allá del fascinante descubrimiento. El hombre que pudo ir hasta el exterior de la cueva sintió la necesidad de compartir con los otros, de decirles, de contarles que la vida no era oscuridad y cadenas; y por compartir con ellos su información arriesgó ser ignorado, y maltratado, incluso asesinado.
Como aquellos hombres, encadenados, viendo sólo sombras y convencidos de que esa es la verdad, podemos estar nosotros como sociedad. ¿Y qué o quién nos encadenó? ¿La religión? ¿La política? ¿La economía? ¿La violencia? ¿El periodismo? ¿Todos los anteriores?
Aquel hombre que soltó sus cadenas y salió de la cueva está, simbólicamente, en alguien como Antonio Nariño cuando en una actitud temeraria publicó los Derechos del Hombre. Y algo así es el mejor periodismo, y el mejor periodismo sucede para la luz, y como consecuencia de ésta, la paz, cuya conquista no va sin conflicto, ni sin riesgos. Por fuera de ese objetivo, ningún periodismo es el mejor.
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