martes, 16 de mayo de 2017

Comunicado Nº 007 MARÍA TERESA URIBE DE HINCAPIÉ





El Grupo de estudio y trabajo académico, SOFOS,
tiene el gusto de invitarle a la conferencia:

Ciudadanías mestizas, órdenes
alternos y soberanías en vilo
La construcción discursiva de la nación
Una semblanza a la obra
de María Teresa Uribe de Hincapié
Con la participación de
Liliana María López Lopera
Enmarcada en el ciclo Sofos 2017:

“Grandes pensadores de la crítica en Colombia”
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El tema de la próxima sesión es “Ciudadanías mestizas, órdenes alternos y soberanías en vilo - La construcción discursiva de la nación - Una semblanza a la obra de María Teresa Uribe de Hincapié”, a cargo de Liliana María López Lopera, candidata al Doctorado en Humanidades de la Universidad EAFIT, magíster en Filosofía de la Universidad de Antioquia, especialista en Derechos Humanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y filósofa de la Universidad de Antioquia. Es autora del libro Las ataduras de la libertad. Autoridad, igualdad y derechos (2007) y coautora de los libros Las tramas de lo político. Homenaje a María Teresa Uribe de Hincapié (2009), La guerra por la soberanías. Memorias y relatos de la guerra civil de 1859-1862 en Colombia (2008) y Las palabras de la guerra. Un estudio sobre las memorias de las guerras civiles en Colombia (2006).
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Entrada libre
Lugar:            Casa Museo Otraparte Carrera 43A n.º 27A Sur - 11, Envigado
Fecha:            Mayo 20 de 2017
Hora:             2:30 p. m.

Después de este conversatorio nos tomaremos el receso de mitad de año y regresaremos el 12 de agosto para hablar sobre Aura López con nuestros invitados Pilar Velilla, Martha Restrepo Brand y Carlos Velásquez.
Escuchar transmisión en vivo:
Para participación y realizar preguntas en línea, favor comunicarse
a nuestra línea 448 24 04 o a nuestro correo:
gruposofos@gmail.com
Para obtener información adicional puede comunicarse con nosotros al correo electrónico gruposofos@gmail.com. En nuestro blog http://gruposofos.blogspot.com podrá consultar la programación, la metodología de trabajo y la presentación del grupo. O puede también comunicarse con la Casa Museo Otraparte: Teléfono: 448 24 04 - Correo electrónico: otraparte@otraparte.org - Sitio web: www.otraparte.org.
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Lectura preliminar
De la ética en los tiempos modernos
o del retorno a las virtudes públicas
Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, conocimiento, transformación de nosotros y del mundo y que al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos [...] las personas que se encuentran en el centro de esta vorágine son propensas a creer que son las primeras y tal vez las únicas que pasan por ello [...] sin embargo, la realidad es que un número considerable y creciente de personas han pasado por ella durante cerca de quinientos años [...]
M. Berman
Por María Teresa Uribe de Hincapié
El debate en Colombia sobre la necesidad de una ética civil o ciudadana ha despertado diversas reacciones. Aquellas de quienes insisten en mantener como referentes públicos de cohesión y como mecanismos de control social los de la moral católica; las propias del desencanto postmoderno de quienes desconfían de la capacidad de cualquier mínimum ético para establecer unas condiciones de supervivencia social; las de los nostálgicos de un pasado glorioso, que quisieran retomar al paraíso perdido de la sociedad premoderna o tradicional.
Por ello, puede resultar de interés plantear, en el contexto de la sociedad colombiana, algunos elementos de análisis en torno a lo que sería una ética para los tiempos modernos y reflexionar sobre la incidencia de procesos particulares de construcción de la modernidad, tales como la ausencia de virtudes cívicas y públicas y la generalización de las formas de violencia para la solución de los conflictos. Esto implica buscarle respuestas adecuadas a tres tipos de interrogantes:
—¿La moral católica y “los valores tradicionales de la sociedad colombiana” (nunca bien definidos) pueden servir aún como referentes éticos y de identidad para el presente y el futuro del país? ¿Sería posible y deseable recuperarlos?
—¿Es suficiente una moral individual y privada para los tiempos modernos en Colombia?
—¿Qué papel le compete a la política en la construcción de una ética pública y cívica?


El ethos y la ética
El debate colombiano sobre la ética se ha orientado hacia su dimensión antropológica y social, hacia la preocupación por las visiones del mundo, por las costumbres, los valores, las tradiciones y las determinaciones culturales que hagan posible la convivencia en la diferencia. Estas preocupaciones han dejado de lado otras, concernientes al fundamento filosófico de la ética, a las relaciones con la universalización de la razón (Kant), a la estructura comunicativa del lenguaje (Habermas) o a las restricciones de los juicios morales. Por ello, más que a la ética como expresión teórico-filosófica, el debate se ha orientado hacia el ethos sociocultural de los colombianos, hacia sus prácticas sociales y sus representaciones colectivas.
Es entonces en el contexto del ethos y no de la ética propiamente dicha, donde se enmarca esta reflexión, cuyo propósito no es solamente el de introducir alguna puntada en el debate colombiano sobre el tema, sino también el de intentar desde allí establecer la relación con los asuntos de la modernidad y de una nueva mirada sobre la política.
El ethos sociocultural es el lugar de lo simbólico representado; es el espacio de los intercambios sociales desde donde se construyen y se reconstruyen los imaginarios colectivos, los referentes de identidad, los reconocimientos de lo igual y de lo diferente; en fin, lo que llamaría Durkheim, la producción social de sentido, y Weber las estructuras de conciencia[1].
El ethos socio cultural instituye de sentido las acciones de los sujetos, los grupos, las asociaciones, las clases, los pueblos y las naciones. Con base en él (el ethos), operan las nociones primigenias de lo bueno y lo malo, lo lícito y lo prohibido, lo posible y lo utópico. El ethos perfila las actitudes frente a lo sagrado y lo profano, lo místico, lo mágico, lo trágico, la vida y la muerte. Es en el ethos sociocultural y en sus expresiones discursivas donde se desarrollan los procesos de identidad y cohesión social, y donde arraiga la moral y la ética.
El sentido de pertenencia de un sujeto a la colectividad, a la sociedad, pasa pues por su inserción en ese mundo instituido de sentido. Allí es donde se percibe como miembro de su colectividad porque participa en el conjunto de sus significaciones sociales, en el nosotros y se diferencia de los otros, de los que estarían por fuera, al margen o al frente de esa entidad simbólicamente constituida.
Los ethos socioculturales además de definir el adentro y el afuera tienen un cronotopo determinado, un territorio y un tiempo en el que se enmarcan los procesos colectivamente vividos y se elaboran los cambios y las transformaciones sociales; a su vez, los ethos socioculturales y las tramas de representaciones colectivas por ellos constituidas, requieren (según Durkheim y Weber) cierto grado de institucionalización y objetivación en estructuras cognoscitivas, normativas y estatales[2].
Toda sociedad que pueda llamarse así precisa de una institucionalización del saber social y del orden colectivo (expresiones del mundo instituido de sentido) y precisa también de regularidad, estabilidad e intersubjetividad de su sistema cultural. Igualmente requiere de una periodización de las prácticas sociales en el más amplio sentido del término: económicas, religiosas, políticas, sexuales, lúdicas, en orden a garantizar la cohesión y la integración de la sociedad.
La producción social de sentido es histórica y muy vulnerable a los cambios y a las transformaciones sociales; los cambios desplazan y reconstruyen los ethos socioculturales; los viejos referentes colectivos dejan de operar como guías ciertas en la dirección de las acciones y los juicios morales no son ya unívocos y claros; estas situaciones de vorágine y transformación, de pérdida de valores, no son otra cosa que la disolución-recomposición del tejido cultural en el cual tenía su pleno sentido de orden y orientación el viejo ethos sociocultural[3].
La pérdida de los marcos referenciales y simbólicos tradicionales significa ni más ni menos que la pérdida de sentido; ya no hay una sola gramática para leer lo que pasa; las viejas identidades se sienten profundamente amenazadas; no hay puntos de referencia; el orden nuevo no se ve como tal sino como caos; no hay nada sólido o seguro a lo cual pueda uno asirse porque, como diría Berman, es como si todo lo sólido se desvaneciera en el aire[4].

Del ethos tradicional al ethos moderno
En las sociedades tradicionales o premodernas, predominantemente agrarias, no industrializadas ni urbanizadas, los ethos socioculturales, diversos y fragmentados, expresan su mundo instituido de sentido a través de una primera forma discursiva: la religión o lo que los postmodernos (Lyotard) llaman el metarrelato religioso[5].
Las sociedades premodernas se articulan sobre un solo centro aglutinante y totalizador —lo sagrado— en torno al cual se desarrolla la vida social del grupo en cuestión y el metarrelato religioso o sacro es el que instituye de sentido las tramas culturales y provee un complejo sistema de representaciones a través del cual los hombres se ven a sí mismos y a su sociedad; allí encuentran respuestas a problemas prácticos y vitales, y un sistema de valores compartidos que favorece la integración cultural y la cohesión social.
El metarrelato religioso se expresa tanto en las formas primitivas del tótem y el mito como en las llamadas religiones universalistas de occidente; dentro de éstas, las judeocristianas en general y la católica en particular instauraron la idea de un solo Dios trascendente que recompensa y castiga, y una concepción nueva sobre el ser humano y su destino; éste no es ya asunto de los dioses o de las estrellas; su situación, tanto aquí como allá, depende en esencia del mantenimiento y el cumplimiento de una serie de mandatos morales que constituyen todo un decálogo de comportamiento ético.
De esta manera el metarrelato religioso y sagrado se convirtió en el centro simbólico y estructurante de lo social, es decir, lo instituyó de sentido; impregnó profundamente el ethos sociocultural y garantizó con la fuerza de lo extratemporal el cumplimiento de su código ético.
En las sociedades modernas, industrializadas, urbanizadas y emancipadas, los ethos socioculturales sufren un profundo cambio que consiste según Durkheim en la racionalización y universalización de las representaciones colectivas. La sociedad pierde su centro estructurante sacro y se desata en una pluralidad de esferas relativamente autónomas, regidas por lógicas particulares, con discursos propios legitimantes y pretensiones específicas de validez. La sociedad descentrada la llama Weber para designar ese largo y complejo proceso a través del cual lo sagrado deja de ser el principio estructurante y totalizador del orden social, su raíz y su fundamento, para dar paso a la formación de una constelación de significaciones y de universos simbólicos diferentes y a veces confrontados[6].
En la sociedad descentrada se autonomizan la esfera de la ciencia y la tecnología, instaurando otro modelo cognoscitivo y de saber en la sociedad; la esfera político normativa que ya no refleja el orden sacro ni recurre a legitimaciones extratemporales separando sus competencias del campo de la moral religiosa; y la esfera expresiva del arte y la literatura que define sus propias reglas estéticas y valorativas.
La sociedad descentrada sustituye el metarrelato religioso por el metadiscurso de la razón, secularizante, profanador si se quiere, y profundamente erodador de las certezas de la vieja sociedad. Desde allí se replantean las relaciones entre moral y derecho y se le debate a la religión el monopolio sobre las nociones de lo bueno y lo malo, lo lícito, lo justo, lo bello y lo útil.
La modernidad también instaura un nuevo sujeto de la historia, el individuo, otorgándole la posibilidad de construir su mundo, de elegir y de escoger, y autonombrándolo como la piedra angular del nuevo orden social prometiéndole un horizonte siempre abierto a un progreso sin límites[7].
El metadiscurso racional no está exento de críticas; para los teóricos de la Escuela de Frankfurt éste deviene en razón instrumental[8], para los posmodernos en un nuevo mito tan estéril como el primero. Al margen de ese debate, lo que interesa resaltar aquí es la implicación del descentramiento del mundo en los ethos socioculturales y en las representaciones colectivas:
        Las representaciones colectivas se desacralizan y se desmitologizan, presentándose una primera dicotomía entre lo sagrado y lo profano. El mundo de las creencias sagradas y trascendentes se restringe a la órbita de lo privado, de la moral individual, mientras que lo secular racionalizado deviene en público, normatizado y legalizado, constituyendo desde allí nuevos referentes de identidad y universos simbólicos, tales como los de la ciudadanía, la democracia y el Estado racional legal. Estas son, en la modernidad, las formas de inserción de los individuos en su sociedad, mientras que la nación es la forma de la identidad. Esta gran dicotomía entre lo sagrado y lo profano se desagrega en otras de menor espectro: la sociedad civil y la sociedad política, lo público y lo privado, el individuo y el Estado[9].
        Las representaciones colectivas se pluralizan, se complejizan y a veces se confrontan; múltiples referentes simbólicos compiten por instaurar y legitimar formas de integración y de cohesión social: la nación, la etnia, la clase, la corporación, el partido, el sindicato, los grupos de interés.
        La secularización y el pluralismo propios de la modernidad contribuyen a acentuar la diferenciación estructural de todo el sistema social, trastoca los tiempos, los espacios y los territorios, es decir, el cronotopo; además, multiplica los estilos de vida, las cosmovisiones, los roles, las funciones y las actividades, en fin, los referentes concretos de la vida social en los cuales se sustentaba y de los cuales se nutría el viejo ethos sociocultural.
En suma, los tiempos modernos exigen nuevos marcos referenciales, nuevas representaciones colectivas, nuevos valores secularizados que garanticen un mínimo de cohesión social e integración cultural y demandan que esas representaciones colectivas logren permear y cambiar el ethos sociocultural, instalándose en las mentalidades y en los modos de ser y de ver el mundo, en los sentidos comunes, es decir, que se imbriquen con la cultura. Si esto no ocurre, la modernidad no pasa de ser un proceso incompleto; porque ésta, como dice Berman, es una forma de experiencia vital, una manera de vivir y de asumir las transformaciones inducidas por la modernización económica, tecnológica e instrumental[10].

El tránsito de lo tradicional a lo moderno en Colombia
¿La ausencia de valores y de un mínimum ético en Colombia está referida, como muchos lo piensan, a la modernidad postergada, al destiempo entre modernidad y modernización?[11] o ¿inciden también en esas situaciones de vacío ético las vías a través de las cuales se accedió a los tiempos modernos en el país?
Sin desconocer la importancia de la primera tesis, preferiría explorar la segunda, siguiendo a grandes trazos las transformaciones históricas en los ethos socioculturales y el significado particular del tránsito de lo tradicional a lo moderno.
Para el caso de América Latina y de Colombia en particular, la sociedad tradicional fue el resultado de la confrontación violenta de tres ethos socioculturales distintos en sus universos simbólicos, en sus cosmovisiones, en sus representaciones colectivas y en sus expresiones culturales, pero centrados todos en metarrelatos mítico-religiosos. Al final se impuso, a sangre y fuego, el ethos agenciado por los colonizadores pero sin lograr descomponer del todo las cosmovisiones totémicas ancestrales más dionisíacas y sensuales, cuyos ritos mágicos proveían formas de identidad y cohesión tan sólidas que han perdurado por cinco centurias.
De esa confusa confrontación de pueblos y etnias, el metarrelato religioso, expresado a través del catolicismo, logró convertirse en el factor estructurante de la sociedad mestiza y blanqueada; instituyó de sentido al mundo colonial y buena parte del republicano; se impuso como matriz primordial del orden moral, normativo y político, y marcó los hilos culturales que definían el cronotopo: impuso los tiempos de sembrar y recoger, los de la cotidianidad y de la fiesta (patronales por excelencia), los de la sexualidad y la abstinencia, y sacralizó con sus ritos los ritmos vitales de los hombres desde el nacimiento hasta la muerte.
A su vez, demarcó y nombró los lugares y los territorios con sus símbolos y sus instituciones. Alrededor de la iglesia se construyeron los poblados, pues ella representaba el lugar principal, el centro referencial que preside y vigila el espacio de la plaza pública y del mercado local; nombró con su santoral pueblos, veredas y comarcas y regó de imágenes religiosas y santuarios los caminos y los circuitos veredales. La parroquia fue también, durante buena parte de nuestra vida colonial y republicana, la unidad administrativa menor en el ordenamiento territorial del país: para que un poblado fuera reconocido por la entidad estatal debía ser primero parroquia y para que un sujeto fuese aceptado en el corpus de la ciudadanía debía pertenecer mucho antes a la comunidad cristiana mediante el bautismo.
Lo común y lo colectivo, el dominio de lo propiamente público, se imbricó con lo sagrado, se confundió con él. Fue la cosmovisión religiosa la que estructuró tanto el principio cognoscitivo —el saber— como el principio normativo —las reglas morales—, frente a las cuales los mandatos y leyes del Estado, y el Estado mismo, debían subordinarse. Lo público y lo privado fueron esferas indiferenciadas y convergentes hacia ese centro estructurador y totalizante de lo sagrado que impregnaba con su lógica todo el sistema social.
En Colombia, lo público tuvo como primera expresión la comunidad cristiana, entendida como la comunión de bienes espirituales, de creencias y de mandatos morales. Los referentes de identidad se construyeron desde allí y se participaba en esa comunidad si se era recibido por la iglesia mediante los ritos sacramentales. Lo público, entendido como comunidad cristiana, no logró establecer límite alguno entre la moral privada y las virtudes públicas; éstas no existían como tales ni resultaban necesarias pues lo común y lo colectivo estaban totalmente acotados por el universo simbólico de la moral católica, que partía del presupuesto según el cual un buen cristiano era también un buen ciudadano.
Según Fernán González[12], la iglesia católica se hizo presente en la sociedad tradicional colombiana a través de estructuras parroquiales de tipo rural y pueblerino, de una pastoral centrada en la administración de los sacramentos (los que a su vez ordenaban el cronotopo), de una predicación orientada hacia la conservación de la fe y también hacia el control de las buenas costumbres y de los espacios de socialización: las instituciones familiares y educativas. Es decir, una presencia acentuada en los dominios de lo doméstico-privado y de lo trascendente, que fortalecía la identidad social, la cohesión y la integración de los sujetos en la comunidad cristiana.
Sin embargo, este modelo de integración y cohesión, aparentemente sólido y omnipresente, no logró disolver del todo los ethos socioculturales de las etnias dominadas: la india y la negra. Algunos de ellos lograron, a través de la resistencia y la supervivencia, preservar sus identidades situándose en la periferia del corpus social y por fuera de la comunidad cristiana, es decir, allí donde la mano de la iglesia y el Estado no alcanzaran a llegar.
Buscaron lugares donde el espacio y el tiempo no estuviesen marcados y controlados por lo sacrocatólico y donde pudiesen librarse de la pastoral sacramental, que definía formas de relación, sujeción, dominación y control que chocaban con sus cotidianidades, con sus fiestas, con sus estructuras parentales, con las formas de vivir la sexualidad, de asumir el cuerpo, de enfrentar la muerte, la tragedia y el nacimiento. En fin, donde pudiesen identificarse mediante mitos y ritos que les otorgaban una forma particular de “estar en el mundo”.
Estos ethos socioculturales distintos no fueron asumidos como tales sino como inmorales y bárbaros. Se los juzga y se los condena desde la moral católica, desde el código sacro, como transgresión y pecado, excluyéndolos del mundo instituido de sentido, pues para la cultura dominante ellos representaban el sin sentido.
De esta manera se fue configurando a lo largo de los siglos un grupo numeroso de población no sujeta ni controlada por los poderes instituidos, excluida de la comunidad cristiana; que vivía “sin Dios y sin ley” y era percibida por las autoridades como indómita, perezosa, relajada en sus costumbres, ignorante e incapaz.
Esta diferenciación, realizada desde el código moral católico, tuvo una doble expresión: la exclusión étnica y la exclusión espacial, acentuadas por una presencia desigual de la iglesia en el territorio.
Dice González[13] que los procesos evangelizadores se centraron en los altiplanos, en los centros poblados y las ciudades, en las zonas de mayor densidad de población y en las más articuladas al dominio español, dejando por fuera los valles interandinos, las laderas cordilleranas de “tierra caliente” y las áreas selváticas y poco pobladas como la Orinoquía, la Amazonía, el Darién y la Guajira.
Estos fueron desde entonces los espacios de la alteridad y la otredad donde los ethos primigenios se transformaron a la sombra de la exclusión, ahondando y profundizando por esta vía la diversidad regional y la heterogeneidad social. Ellos, vistos por la sociedad mayor como una amenaza a su propia identidad y como un riesgo latente para la supervivencia de la comunidad cristiana, configuraron de esta manera fronteras histórico culturales que escindieron y fracturaron, antagonizándolas, las partes de un todo imaginario que no tuvo mínimos referentes comunes para legitimar su existencia como pueblo o como nación.
La lucha por la representación de lo público
El advenimiento de la república y la fundación de un Estado estructurado jurídicamente bajo la forma racional legal, formalmente regido por leyes abstractas y generales, instauraba, por lo menos en el orden constitucional que lo fundamentaba, una sociedad moderna que como tal abandonaba, como principio estructurante y legitimador del orden social, al metarrelato religioso para descentrar el mundo en esferas relativamente autónomas; con lógicas propias, separando el derecho de la moral y dando paso a unas representaciones colectivas o estructuras de conciencia racionalizantes y universalistas.
Este descentramiento de lo social suponía también la escisión entre lo privado y lo público, emancipando lo público de la tutela moral de la iglesia y configurándolo como un espacio esencialmente secularizado.
Esta tensión entre lo tradicional real y lo moderno imaginado desata un largo proceso, inconcluso aún por la representación de lo público, entre los defensores de un orden sacro y los impulsadores de un orden laico y secularizado que se expresa en las luchas iglesia-Estado durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX.
Tal confrontación entre lo tradicional y lo moderno tuvo una primera expresión política en la configuración de las dos corrientes partidistas: la liberal y la conservadora.
El proyecto político conservador definió su perfil en torno al metarrelato religioso, la moral católica, la autoridad de la iglesia y las representaciones colectivas por ella instauradas, es decir, insistió en mantener lo público como una comunidad cristiana y al Estado recién fundado como el órgano especializado para el control social y el mantenimiento de las reglas morales.
El proyecto conservador se identificó con la trama cultural de lo que podríamos llamar la hispanidad —manifiesta en la religión, la lengua (de allí su interés por la gramática y la ortografía), la tradición y el orden jerárquico estamental y segmentado, heredados del régimen colonial—. En suma, el proyecto conservador defendía el mundo de lo tradicional, más retardatario es cierto, pero mejor apuntalado en el ethos sociocultural y en los universos simbólicos de la sociedad mayor.
El proyecto de los liberales radicales, por el contrario, intentaba a través del metadiscurso racionalizante emancipar lo público separando en esferas distintas la iglesia y el Estado (lo sacro y lo profano), generalizando unas representaciones colectivas y unas estructuras de conciencia definidas por los valores propios de la modernidad, y confrontando todo el legado hispánico desde los principios filosófico-morales del iluminismo europeo; de allí que enfatizaran en:
        La secularización de la vida social trasladándole al Estado la potestad de definir los marcos de las relaciones intersubjetivas y de los individuos con el Estado, sin necesidad de las mediaciones sacramentales como las del bautismo o el matrimonio católico.
        La soberanía entendida como la emancipación de la tutela eclesiástica y la autodeterminación política sin interferencias externas de otros poderes o estados, entre ellos, el de la Santa Sede.
        La ciudadanía como condición de existencia social y de inserción en la comunidad nacional. La generalización de la ciudadanía precisaba de la descomposición de las sociedades segmentadas y de la aceleración del proceso de individualización; de allí su interés por la abolición de formas corporativas como la esclavitud y los resguardos.
        La educación laica y obligatoria para garantizar la socialización de los niños en los valores de la modernidad, emancipándolos también de la tutela religiosa; en este mismo sentido iba la idea de libertad de imprenta.
        La diferencia entre derecho y moral delimitando claramente las competencias y diferenciando el pecado del delito, sobre todo en el ámbito de comportamientos individuales como la prostitución, el concubinato, el abandono del hogar, la beodez, considerados inmorales por la iglesia y sancionados como delito de vagancia por el Estado. Esta diferenciación pasaba también por la necesidad de definir un patrimonio fiscal público con carácter vinculante, separándolo de los impuestos religiosos como el censo y el diezmo que no tendrían carácter de obligatoriedad pública ni sanciones penales por su incumplimiento. Este proyecto político de los liberales radicales (1848-1880) fue la única propuesta política en Colombia orientada con un sentido de modernidad y también la única que propuso, en el marco de la ética, un ideario de buen ciudadano consignado en el proyecto de escuela laica (1870), es decir, un esquema de derechos, obligaciones y libertades que buscaba consolidar y socializar lo que Tocqueville llamaba las virtudes públicas[14].
La corriente liberal posterior al radicalismo, aunque conservó por algún tiempo el espíritu secularizante, relegó las virtudes públicas y los asuntos de la óptica ciudadana a un plano muy secundario, orientándose hacia unas representaciones colectivas referidas a la libertad individual, la propiedad privada y el progreso, dejándole los asuntos de la moral, la justicia y la autoridad al partido conservador. Aquel proyecto de los radicales chocó no solamente con la propuesta conservadora y católica sino también con los ethos socioculturales de la mayor parte de la población, es decir, careció de anclajes en la realidad social, que seguía siendo predominantemente tradicional, rural y pueblerina, anudada en formas de sociabilidad primarias como el parentesco, el vecindario, el localismo, las relaciones caudillistas y el gamonalismo.
La lucha por el control de la representación de lo público entre el conservadurismo y el radicalismo no logró definirse a favor de ninguno de los grupos enfrentados; la esfera pública no sería ya comunidad cristiana en el sentido del orden tradicional, pero tampoco sociedad de individuos libres articulados por las representaciones colectivas racionalizantes y autónomas de la sociedad moderna. Por el contrario, lo público terminó escindido en dos mitades mutuamente excluyentes y antagonizadas de cuyas agresiones recíprocas está hecha la historia de Colombia.
Esta escisión de lo público terminó anulando este espacio privilegiado para la formación de universos simbólicos de cohesión y de identidad. En su lugar se instauraron las de los partidos como representantes de comunidades imaginadas que otorgaban sentido de pertenencia y representaciones colectivas a las localidades, los sujetos, los vecindarios y las regiones, creando un sentido de nación y de patria que se confundía con los partidos y se imbricaba con ellos.
La lucha por la representación de lo público propició su escisión, su fractura y su reemplazo por las dos colectividades partidistas; éstas pasaron a acotar ese espacio, a representarlo, a simbolizarlo. Fueron sus universos simbólicos y no los de la nación o del Estado los que le otorgaron algún principio legitimador e integrador a la sociedad colombiana.
Esta vía tortuosa e híbrida en el tránsito hacia la modernidad tuvo repercusiones de hondo calado en la vida política nacional. Aquí enunciamos las siguientes:
Lo público sustituido y la ausencia de cultura política. La escisión de lo público en lo partidista no permitió que se transformase de manera significativa el viejo ethos sociocultural y que las representaciones colectivas racionalizantes y universalistas, que existían objetivamente en la Constitución y en la ley, fuesen asumidas e integradas por los sujetos como parte de sus mentalidades o como guías para orientar sus acciones y sus comportamientos; por el contrario, la identidad fue partidista y excluyente. El antagonista político fue considerado como una amenaza para la identidad, para el ser social colectivo. Este fenómeno dio paso a una mentalidad excluyente que dificulta la conformación de una verdadera cultura política.
La escisión del referente público no permitió la consolidación del Estado como “el otro generalizado” (tal como lo concebía Durkheim)[15]. El Estado existía formalmente en el ordenamiento jurídico pero no era percibido así por la mayor parte de los sujetos sociales. Estos carecían de representaciones colectivas para identificar la diferencia entre Estado y partidos, lo que condujo a la construcción del primero como un aparato débil, fragmentado y con dificultades reales para mantener el orden y organizar la vida social.
La debilidad de lo social y la sobrepolitización de los conflictos. La escisión de lo público y su representación en forma partidista, aunada a la debilidad del Estado, determinó que la mayor parte de los conflictos transitaran por los canales de los partidos y se debatieran en el espacio de lo propiamente político, aunque originalmente no tuviesen dicho carácter. De allí resultarían las confrontaciones sobrepolitizadas que ante la escisión de lo público se resolvían por la fuerza, la guerra y la violencia.
Así, conflictos étnicos, vecinales, entre localidades y regiones, interindividuales, conflictos por la tierra, por el control de recursos naturales y de toda índole se politizaron y se desarrollaron en esa matriz histórico partidista que sustituyó lo público en Colombia[16].
La sobrepolitización de los conflictos tuvo como corolario el debilitamiento de las sociabilidades y la dificultad para consolidar una sociedad civil fuerte y organizada. La mayor parte de las organizaciones correspondientes a este ámbito (sindicatos, asociaciones campesinas, gremios, acciones comunales) han surgido en el espacio de los partidos o terminaron cooptados por ellos.
La debilidad de la ciudadanía y la ausencia de virtudes públicas. La escisión de lo público y su representación partidista no permitió que las representaciones colectivas de la modernidad, como la ciudadanía y la soberanía popular, tuviesen una existencia real y se instalasen en las mentalidades, en los sentidos comunes y en los ethos socioculturales; en lugar de ciudadanos, este proceso crea copartidarios, miembros de partido, clientelas, clubes políticos y otras organizaciones del mismo estilo.
A su vez, las virtudes públicas se confunden con la ideología o las necesidades del partido; en este contexto, ser buen ciudadano pasa a equipararse con ser buen copartidario, buen miembro del partido, ir a las urnas o apoyar a sus jefes naturales. No hay un código público interiorizado y la moral individual privada no provee elementos que permitan constituirlo.
Pese a las dificultades descritas y a las implicaciones políticas y éticas de estas vías de tránsito entre lo tradicional y lo moderno, los partidos y sus universos simbólicos funcionaron como los referentes de identidad a través de los cuales se garantizaba alguna forma de legitimidad política. Por su parte la moral católica, privada y trascendente, logró ejercer control social sobre todo en el campo de lo doméstico y de las relaciones intersubjetivas; esto en el espacio de la sociedad mayor, porque las regiones y pueblos excluidos y librados a su propia suerte constituyeron referentes fragmentarios y localistas que diferían y se confrontaban con lo bipartidista y con la moral católica.
Este modelo de legitimidad y de identidad —que funcionó precariamente mientras la sociedad colombiana fue predominantemente rural y pueblerina, territorialmente dispersa, económicamente fragmentada y culturalmente desintegrada—, empieza a mostrar signos alarmantes de crisis política (de legitimidad) y ética (de valores) cuando el país entra por la senda de las grandes transformaciones sociales propias de la industrialización, la urbanización y la modernización, es decir, cuando las formas tradicionales y los referentes espacio-temporales en los cuales se asentaba el viejo ethos, se disuelven y se descomponen por la vorágine de la vida moderna.
Los tiempos modernos en Colombia: hacia la formación de nuevas representaciones colectivas
Los tiempos modernos en Colombia, vertiginosos, acelerados, erizados de cambios rápidos y profundos, lograron trastocar en algo más de treinta años la mayor parte de los referentes concretos y vitales que sostenían a la sociedad tradicional.
El país deja de ser rural y pueblerino para urbanizarse y concentrar la mayor parte de la población en las ciudades grandes e intermedias, todas ellas en proceso de expansión y crecimiento —la explosión urbana denominan a algunos teóricos este fenómeno—. La industrialización dejó de ser un proceso localizado en algunas regiones para convertirse en un sistema que subsumió formalmente bajo su lógica buena parte de la estructura económica del país, formando una trama de intercambios y de mercados anudados en torno a la forma abstracta del dinero.
La generalización y extensión de los medios de comunicación de masas multiplicaron de manera vertiginosa los flujos informativos, creando formas de integración-desintegración no vista antes y multiplicando los universos simbólicos de una población hasta entonces relativamente aislada y dispersa.
La educación formal, en su diferentes niveles, amplió en muy pocos años su cobertura, lo que produjo unas generaciones más alfabetizadas, más informadas y con grados de escolaridad significativamente más altos con relación a los períodos anteriores. A este proceso, Daniel Pécaut lo denomina la revolución educativa[17].
Los cambios en los roles, en las funciones, en las actividades y en las mentalidades de las mujeres, que trastocaron los viejos modelos parentales, las relaciones de pareja y las intrafamiliares, se llevaron de calle el mundo del oikos. El desarrollo económico y tecnológico suplantó, a veces mediante formas agresivas, las maneras y los modos de consumir, de producir, de habitar, de circular y de comunicarse.
Los sectores medios en ascenso (exiguos y poco relevantes en la sociedad tradicional), profesionalizados y urbanos, portadores de saberes especializados y más abiertos que las viejas élites tradicionales a las corrientes mundiales del pensamiento y a la influencia de los discursos políticos alternativos, se convierten en grupos de presión de gran significación y fuerza.
La presencia de las masas, ese fenómeno nuevo de los tiempos modernos, en el escenario de lo político y de lo económico, y su correlato, los movimientos sociales, cívicos y ciudadanos, que se organizan por fuera de la matriz partidista y a veces en franca confrontación con ella, demandan respuestas y participación efectiva.
La consolidación de un movimiento guerrillero alternativo y sustitutivo del orden vigente que desafía con las armas a un Estado débil y precariamente legitimado y, como corolario, las sucesivas manifestaciones de corrientes contraculturales como el hipismo, los punk, los heavy metal entre otros, conforman manifestaciones políticas y culturales alternativas a la tradición.
Estas transformaciones veloces, simultáneas y no necesariamente articuladas o explicables desde una lógica común a todas, trajo aquí como en otras partes del mundo, esa sensación de inestabilidad y amenaza de disolución y de caos, de pérdida de las viejas certezas y los viejos valores, de miedos inconfesados al ver al viejo entorno hecho trizas. Esta vivencia de vértigo que sentimos lo colombianos, como dice Marshall Berman en el epígrafe, nos lleva a pensar que somos los únicos y los últimos que la han padecido.
La desaparición de la sociedad tradicional y el advenimiento de los tiempos modernos genera en todas partes del mundo la pérdida de referentes colectivos y las crisis éticas; sin embargo, la forma tortuosa e híbrida del acceso a la modernidad en Colombia, acentúa dramáticamente sus efectos en dos grandes campos: el de la esfera político estatal (crisis de representatividad, de gobernabilidad, de credibilidad, de legitimidad) y en la esfera de los ethos socioculturales (ausencia de valores, vacío ético, disgregación del tejido social, inexistencia de referentes colectivos de identidad, debilidad de lo nacional); en ambas esferas, el signo visible de la crisis es la violencia generalizada, desagregada, plural y difusa, que particulariza nuestra situación y la hace más traumática y dolorosa.
Si examinamos el carácter de las transformaciones ocurridas en Colombia en las últimas tres décadas (los tiempos modernos), no es difícil observar que la mayor parte de ellas se presentan en la trama socioeconómica en los ámbitos complejos y particulares donde los sujetos desarrollan sus acciones y desenvuelven sus vidas, es decir, en los referentes concretos en los cuales arraigaba el viejo ethos sociocultural, esto es, los dispositivos de poder tradicionales y los mecanismos de control eclesiástico y partidista.
Como consecuencia, las localidades, los vecindarios, las parentelas, los caudillismos tradicionales, la familia extensa y la educación confesional, los tiempos y los territorios, se trastocan o se disuelven, y la iglesia y los partidos tradicionales, anudados en esas redes primarias, empiezan a perder pie, capacidad de control, reconocimiento y autoridad social. Ya no acotan la nación, no logran encerrarla en sus límites y ésta se desborda y se desparrama sin encontrar nuevos canales y encausamientos, ni espacios para su reconocimiento público.
Vivimos en los tiempos modernos bajo determinaciones particulares, gestadas por un proceso histórico tortuoso y violento que sustituyó lo público por lo partidista y no generó identidades de corte democrático (cultura política). Aunque lo religioso no es ya el centro estructurante de la vida social, el proceso de secularización está inconcluso.
La modernidad en Colombia no es un proceso postergado sino más bien desigualmente desarrollado e híbrido; sus canales de tránsito han estado sembrados de obstáculos y dificultades. El advenimiento de los tiempos modernos en Colombia se vive bajo una forma particular de anudamiento entre aperturas y cierres, en unas lógicas cruzadas que pueden dar cuenta de las crisis de valores y de la descomposición del orden político.
Las aperturas modernas
Asistimos al descentramiento de lo social; lo religioso ya no es elemento estructurante del universo simbólico de los colombianos, ya no lo monopoliza. No es esta una sociedad confesional y algunas esferas se han autonomizado de la tutela religiosa. La ciencia, la tecnología y los saberes se rigen ahora por sus propias reglas y métodos de fundamentación y conocimiento; idéntica cosa podría decirse del ordenamiento legal, del arte y de la literatura.
Asistimos también a algunas formas de secularización como aquellas observadas en la órbita de la familia, las relaciones sexuales y de pareja, los intercambios económicos, las relaciones interindividuales y los flujos de comunicación de masas.
Es importante también la transformación del cronotopo; los referentes territoriales han cambiado sin encontrar otros marcos de cohesión dando paso al desarraigo urbano; los tiempos no se guían ya por los universos simbólicos del metarrelato religioso sino por los requerimientos de la producción y del consumo, de los flujos monetarios y de la comunicación de masas.
Los cierres de la modernidad
La modernidad ha permeado muchos de los espacios de la vida social y se instaló con su caudal de transformaciones en Colombia; sin embargo, encuentra serias resistencias y obstáculos en la esfera de la sociedad política y en el ámbito de los ethos socioculturales. Estas dificultades se nuclean en tres puntos específicos: lo público sustituido, la secularización incompleta y la ausencia de cultura política (referentes políticos modernos).
Lo público sustituido. Los tiempos modernos en Colombia encuentran lo público escindido y representado por las estructuras partidistas. Esto se agudiza cuando los partidos ya no logran acotar la nación ni ser vehículos de las divergencias sociales. Esta es una de las causas que precipitan la desintegración social, por cuanto se pierden las viejas legitimidades y la precaria representatividad del Estado dejando a la deriva, tanto la disputa política, que se desenvuelve en diversas formas de violencia, como el espacio de lo público, que sin referentes de modernidad interiorizados o asumidos desde los ethos socioculturales, termina privatizándose y convirtiéndose en el lugar de la confrontación de intereses particulares por los recursos institucionales del aparato de Estado. Así, lo público se convierte en una especie de tierra de nadie, de la cual se apropia aquel que tenga los recursos de fuerza suficientes para imponerse a los demás.
La secularización incompleta. La apropiación privada de lo público y su uso particular por fuerzas y organizaciones de muy diverso carácter, está en relación directa con la secularización incompleta y las carencias de cultura política.
La existencia de lo público como representación colectiva en la modernidad, está posibilitada por la secularización. Sólo una actitud laica que no reconoce ninguna autoridad o norma como portadora exclusiva y excluyente de verdad y de sentido, permite a una sociedad organizarse según el principio de la soberanía popular, de la ciudadanía y de la democracia[18].
La secularización posibilita una acción consciente de la sociedad sobre sí misma y la instauración de un orden producido consensualmente, dejando en el pasado el orden recibido y percibido como herencia inmutable y totalizante.
En Colombia las relaciones en la esfera político cultural se han autonomizado de la tutela católica pero no se han secularizado totalmente, es decir, siguen girando en un centro mítico, imaginario, totalizante y mesiánico, que se expresa en la carencia de una concepción desacralizada y totalmente laica de la política. En el mundo del ethos sociocultural, la esfera de la política no se ha descentrado ni separado de su núcleo primordial sagrado y aún soporta una carga religiosa inmensa.
Esta sacralización de las relaciones políticas hace de las opciones ideológicas principios inmutables, verdades absolutas no interpelables ni debatibles; las hace rígidas, intransigentes en las negociaciones, temerosas de contaminarse con otras tendencias y creencias. Esto ha conducido a demonizar el contradictor, a convertirlo en enemigo absoluto, portador de todos los males y objeto de todos los señalamientos y a quien es preciso liquidar por la fuerza.
En las relaciones políticas sacralizadas arraiga la intolerancia, la carencia de respeto por la diferencia, los fundamentalismos y los dogmatismos de distinto corte.
Para los defensores del orden establecido sería impensable un mundo político plural y diverso (contaminado, impuro e inmoral), por ello se apuntalan en las tesis de la comunidad cristiana y del bien común, proponiendo reiteradamente “cruzadas de salvación nacional” para liberar a la sociedad de todo aquello que perturba el orden recibido. El miedo que produce la inseguridad y la búsqueda de certezas y de algo sólido es lo que abre las puertas a todo tipo de totalitarismos, de limpiezas sociales y de cacerías de brujas como las vividas en los últimos tiempos en Colombia.
Pero lo más paradójico es que incluso los movimientos de tipo político o militar (guerrillas) alternativos al bipartidismo, iluminados regularmente por el calor del pensamiento marxista —también fundador de la modernidad europea y copartícipe de todo el movimiento racionalizante y universalizador de occidente[19]—, no han logrado salirse de la esfera mítica y sacralizante, aunque sean otros sus dioses, sus héroes, sus relatos y sus utopías mesiánicas.
Estos grupos reproducen determinaciones del ethos cultural sagrado, propio de las sociedades premodernas, como el fundamentalismo, la intolerancia, la rigidez en las negociaciones, la demonización del enemigo y también el mesianismo de la sociedad socialista, vista como redención de todos los males sociales, de la pobreza, la ignorancia, el hambre y la explotación.
La carga religiosa que conlleva esta forma de hacer política es de una esencia mística que motiva conductas abnegadas, heroicas y toda una vida de sacrificio y entrega como la que se advierte en algunos militantes de la izquierda colombiana. A su vez, esa visión totalizadora, sacra y mesiánica, desemboca en posiciones “no negociables” y en una práctica sectaria y totalitaria.
Ausencia de cultura política. La sacralización de la política se convierte en un obstáculo formidable para la transformación del ethos sociocultural, para el tránsito de la democracia como procedimiento formal y normativo a la democracia como forma de expresión sociocultural, es decir, como cultura política.
Si bien en Colombia la esfera del derecho se separó de la moral y estableció sus propias lógicas fundantes tal como lo soñaba Weber, éstas no lograron permear el sistema de representaciones colectivas y cambiar las estructuras de conciencia; en este sentido, no fueron interiorizadas por los individuos y no han tenido la virtualidad de servir como elementos de cohesión e integración social, ni como guías para la acción o el comportamiento individual y colectivo, es decir, no hacen parte de la cultura política.
Los viejos valores se fueron definitivamente con la sociedad tradicional y los correspondientes a la modernidad (la soberanía popular, la ciudadanía, el orden producido, la secularización, la escisión entre el Estado y la sociedad civil, entre lo público y lo privado) existen sólo como formulaciones abstractas que no logran instalarse en las mentalidades, en las cosmovisiones, en los imaginarios colectivos; no hacen parte del ethos sociocultural y por eso carecemos de representaciones colectivas acordes con el mundo de hoy.
El viejo ethos sociocultural perdió la capacidad de instituir de sentido la sociedad y el nuevo no existe aún. De allí que la sensación que experimentamos en Colombia no es precisamente la de un mundo desencantado (Weber), ni la del crepúsculo de los dioses (Nietszche), sino la de un mundo sin sentido, de un vacío ético que algunos investigadores sociales como Francisco De Roux[20], han propuesto llenar con una ética laica y ciudadana, con un código mínimo de virtudes ciudadanas.
Una ética para los tiempos modernos
Una ética para los tiempos modernos en Colombia tendría que hacerse cargo de tres problemas básicos: la refundación de lo público, la secularización de las relaciones políticas y el desarrollo de una verdadera cultura democrática.
La alternativa para el vacío ético en Colombia habría que buscarla más en lo colectivo público que en las individualidades privadas; más que en la moral y en el derecho, en las prácticas sociales; más que en los principios retóricos y formalistas, en ese campo vasto y problemático de los ethos socioculturales y de la cultura política.
Desde esta perspectiva, la moral católica es necesaria pero insuficiente para crear esos referentes colectivos de identidad y se quedaría corta en el propósito de fundar un orden democrático, pluralista y tolerante hacia el futuro. Primero, porque ya no sería posible recuperarla colectivamente como principio estructurador del orden social. La historia es implacable y las utopías de regreso son tan nostálgicas como la búsqueda de certezas en los tiempos modernos. Segundo, porque tanto para la refundación de lo público como para la gestación de una cultura democrática sería necesario acentuar los procesos de secularización, o como dice Norbert Lechner, aliviar la política de la carga sacra que la acompaña[21].
Lo que sí es posible y deseable en Colombia, es la participación decidida de la iglesia institucional y de los católicos en general en la constitución del orden producido de la modernidad, esto es, en la definición de un mínimum ético (referentes públicos de identidad y cohesión), contribuyendo desde su lugar, y en compañía de otros actores sociales, a la consolidación de las virtudes cívicas y ciudadanas. Si es saludable descargar a la política de sus compromisos religiosos, también lo es el aligerar las responsabilidades propiamente políticas de la iglesia y de la fe cristiana; la ética de los tiempos modernos es ante todo un asunto público, colectivo y una responsabilidad política tanto de la sociedad civil como del Estado.
Tampoco sería suficiente la existencia de una moral individual y privada para responder al vacío ético en Colombia, pues ser un buen cristiano no es lo mismo que ser un buen ciudadano. La suma de los hombres de bien en el mundo privado no da como resultado automático un espacio público constituido y tampoco genera procesos de cultura democrática.
Los criterios morales individualizados y sin referentes colectivos, como de hecho ha venido ocurriendo en Colombia en las últimas décadas, terminan por relativizarse y formar una multitud de códigos morales para el consumo de cada cual, de acuerdo con sus preferencias individuales. Estos códigos ya no se fundamentan a la manera de la moral católica o la razón universalizante, sino que se justifican de acuerdo con un sistema de preferencias individuales y asociales, es decir, opuestas a lo colectivo y a lo público.
Si bien la modernidad, como proceso general, pluraliza los valores y los relativiza, también le ofrece al hombre la posibilidad de construir su mundo, de elegir y de optar. Esta necesaria construcción del orden no se logra ni desde la esfera privada ni desde la moral individual, sino en el espacio emancipado de lo público y desde el reconocimiento de lo colectivo y lo común, nucleado en torno a lo que podría ser una especie de código del buen ciudadano.
Dicho código se conforma con base en mínimos referentes de identidad, construidos y no recibidos, que se elaboran desde la pluralidad de valores, sentidos y órdenes sociales. Ellos no tienen la pretensión de un centro totalizante y articulador, son asumidos a través del consenso y el respeto por el disenso, sin la expectativa de su permanencia eterna o su validez universal, sino con el pleno conocimiento y aceptación de lo que cambia, de lo mutable, de lo que no es posible asir de manera definitiva y menos controlar o monopolizar. Su construcción debe estar alentada por el espíritu de la modernidad.



Fuente:
Uribe de Hincapié, María Teresa. Nación, ciudadano y soberano. Corporación Región, Serie Pensamientos, Medellín, primera edición, junio de 2001, p.p.: 159 - 178. Publicado originalmente en: Estudios Políticos n.º 2. Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia. Medellín, julio-diciembre de 1992.
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[1] BERIAIN, Josetxo. Representaciones colectivas y proyecto de modernidad. Anthropos. Barcelona, 1990. Pág. 28.
[2] Ibid. Pág. 47.
[3] Este proceso es magistralmente descrito en: GEERZT, Clifford. et. al. Géneros confusos, la refiguración del pensamiento social. En: El surgimiento de la antropología posmoderna. Gedisa. México, 1991. Págs. 63-68.
[4] BERMAN, Marshall. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Siglo XXI. México, 1989. Pág. 1.
[5] VATTIMO, Gianni. Postmodernidad: ¿Una sociedad transparente? En: En torno a la posmodernidad. Anthropos. Barcelona, 1990. Págs. 9-39.
[6] Citado por: BERIAIN, Josetxo. Op. cit. Pág. 78.
[7] BEJAR, Helena. El ámbito de lo íntimo: privacidad, individualismo y modernidad. Alianza. Madrid, 1988. Pág. 26.
[8] Sobre la escuela de crítica ver: COLOM González, Francisco. La génesis del pensamiento francfortiano. En: Las caras del leviatán. Anthropos. Barcelona, 1992. Págs. 15-65.
[9] HABERMAS, Jürgen. La reconstrucción del materialismo histórico. Taurus. Madrid, 1983. Pág. 44.
[10] BERMAN, Marshall. Op. cit. Pág. 3.
[11] MELO, Jorge Orlando. Algunas consideraciones globales sobre modernidad y modernización. En: Colombia al despertar de la modernidad. Foro Nacional por Colombia. Bogotá, 1991. Pág. 225.
[12] GONZÁLEZ, Fernán. Ética pública, sociedad moderna y secularización. En: Programa por la Paz: Colombia una casa para todos. Debate ético. Editorial Anthropos. Bogotá, 1991. Pág. 52.
[13] Ibid. Pág. 53.
[14] BEJAR, Helena. Op. cit. Pág. 58.
[15] BERIAIN, Josetxo. Op. cit. Pág. 58.
[16] PÉCAUT, Daniel. Orden y violencia. Siglo XXI, Tomo 2. Bogotá, 1987. Pág. 535.
[17] PÉCAUT, Daniel. Crónica de dos décadas de política colombiana, 1968-1988. Siglo XXI. Bogotá, 1988. Pág. 26.
[18] LECHNER, Norbert. La democratización en el contexto de una cultura postmoderna. En: Los patios interiores de la democracia. Flacso. Santiago de Chile, 1988. Pág. 116.
[19] BERMAN, Marshall. Op. cit. Págs. 81-119.
[20] DE ROUX, Francisco. Fundamentos para una ética ciudadana. En: Programa por la Paz. Op. cit. Págs. 131-151.
[21] LECHNER, Norbert. ¿Responde la democracia a la búsqueda de certidumbre? Op. cit. Pág. 135.