
Seminario Problemas Colombianos
Contemporáneos
Ciclo 2025
¿Cómo entender la humanidad del siglo xxi?
¿Cómo afrontar la
distopía que nos acecha?
Lección
inaugural:
Memo Ánjel
15 de marzo de 2025
Fotograma de la película Contagio (2011)
«Si uno puede realmente
penetrar en la vida de otra época, está penetrando en la propia vida».
T. S. Elliot
* * *
El Grupo Sofos tiene el gusto
de
invitarle a la lección inaugural:
¿Cómo afrontar la distopía
que nos acecha?
Con la participación de:
José
Guillermo Ánjel
(Memo Ánjel) es comunicador social-periodista, doctor en Filosofía de la
Universidad Pontificia Bolivariana, escritor, columnista, caricaturista y
creador del programa radial La otra historia en Radio Bolivariana. En
julio de 2002 representó a Colombia en el Festival de Literatura de Verano en
Berlín, Alemania, y en 2022 la Universidad Católica Luis Amigó le otorgó la medalla
Per Christianus Est Humanismus por contribuir al humanismo a través de
su literatura y sus acciones.
* * *
ENTRADA LIBRE
Lugar:
Casa Museo Otraparte
Fecha: 15 de marzo de 2024
Hora: 3:00 p.m.
Ver transmisión en vivo:
Youtube.com/CasaMuseoOtraparte
* * *
Lectura suelta
Humano, demasiado Humano
Por Alejandro Gaviria
Querida nieta:
El olvido es nuestro destino
inevitable. Yo no recuerdo a mis abuelos y bisabuelos. Nunca los conocí. Nada
sé de ellos, nada quiero saber. Bastan dos o tres generaciones para desaparecer
sin dejar rastro. La vida es un pasar sin trascendencia. Esta carta no es un
testimonio contra el olvido: sé bien que ese es mi destino y no pretendo
aplazarlo una generación más. Te escribo con otro propósito menos personal, más
antropológico. Ya verás lo que quiero decir.
Los seres humanos somos
expertos en racionalizar nuestras equivocaciones, errores y faltas morales.
Somos un animal extraño que usa su cerebro más para justificar o racionalizar
sus faltas que para evitarlas. Esta carta, una larga excusa y también una
confesión, así lo comprueba.
Entiendo el odio generacional,
el odio contra los causantes de la catástrofe. Vives en un mundo inestable,
asaltado por epidemias, huracanes, sequías y conflictos permanentes. Los
humanos enloquecimos el clima y ahora el clima nos está enloqueciendo. No
tomamos decisiones, no hicimos lo que debíamos y ustedes están sufriendo las
consecuencias. Anticipamos lo que terminó ocurriendo: fuimos conscientes del
futuro de pesadilla que estábamos creando. Advertimos el peligro, pero
ignoramos todas las señales hasta convertir la vida en este planeta en un
infierno.
Tienes razón en llamarnos
egoístas y depredadores. Eso fuimos. Ese fue nuestro legado: ¿quién podría
negarlo? Las rencillas intergeneracionales siempre me parecieron insulsas,
están sustentadas en generalizaciones espurias. Pero este caso es distinto: mi
generación tiene una parte de la culpa, fuimos la generación de la inacción
consciente, la generación resignada.
No creo que esta haya sido, y
este es el núcleo de mi argumento, el fracaso de una o dos generaciones, sino
el fracaso de la humanidad. Te pido, entonces, un poco de comprensión. El
desastre planetario revela un aspecto esencial de nuestra condición. Es como si
el creador —la evolución, la naturaleza o quien sea— nos hubiera construido de
un modo perverso. Nos entregó los medios para autodestruirnos (el ingenio) y
nos negó al mismo tiempo las capacidades necesarias para salvarnos (la
solidaridad y la moderación). Con esta mezcla, la destrucción era casi
inevitable; solo quedaba entonces una pregunta por resolver: ¿cuándo? Ya esa
pregunta también tuvo respuesta.
Uno podría imaginarse a Dios
como una especie de programador maligno. Sentado frente a la pantalla,
sonriente, ebrio de determinismo, mientras observa la destrucción inexorable,
la dinámica de la historia. Primero, un largo tiempo de quietud, de una calma
engañosa. Después, una explosión fulgurante, un fuego artificial, la
civilización tecnológica. No creé al ser humano, dirá, para ser una especie
fósil: el tiburón resignado o la cucaracha resiliente. La grandiosidad necesita
la fugacidad.
Consumo
de energía en la historia humana.
Hace unos meses, cuando todavía
no sabía si iba a poder escribir esta carta (un mensaje que arrojo sin
esperanzas al océano del tiempo), leí una breve entrada del diario del novelista
húngaro Sándor Márai. La escribió en julio de 1988, poco antes de su muerte.
Resume mi alegato esencial: «Ola de calor. En los periódicos, palabrería sobre
la especie humana que con sus vapores y gases ha apestado la atmósfera […]. La
estupidez y el genio humano son capaces de todo». La estupidez y el ingenio,
una mezcla peligrosa. Esta carta se centra en lo primero: en nuestra estupidez,
en nuestros defectos de fábrica, en algunos elementos problemáticos de nuestra
esencia que explican el fin de la civilización actual. Quizás podríamos haber
hecho una transición hacia otro tipo de sociedad. No quisimos, dirás tú. No
pudimos, digo yo. Nos llevó la corriente. Nos arrastró nuestra esencia.
Haré énfasis en tres aspectos
de nuestra condición, y voy a hacerlo citando a tres autores (no soy un
pensador original, solo un lector curioso) de diferentes tiempos; tres
pensadores que, en una síntesis trágica, revelan nuestra esencia
autodestructiva.
Empiezo con David Hume, un
filósofo escéptico que vivió hace ya muchos años, durante el despunte de la
Ilustración. Miraba al ser humano con una compasión inteligente. Entendía bien
nuestros defectos de fábrica. Dudaba de la razón, esa máquina de
justificaciones. La imaginaba como un hombrecillo trepado sobre el lomo de un
elefante desbocado (o, mejor, propenso a desbocarse). «El hombre es el mayor
enemigo del hombre», decía.
En uno de sus textos sobre los
orígenes de la moral, un libro que se adelantó por más de dos siglos a las
ciencias humanas, escribió una frase que resume bien este primer punto: «No es
contrario a la razón preferir la destrucción total del mundo al rasguño de uno
de nuestros dedos».
Entiendo tu exasperación: esa
frase parece un acto de cinismo inaceptable. Pero Hume solo quería plantear los
límites de la razón humana, la imperfección de nuestra psicología. Hume está
diciendo que somos contradictorios: buenos para componer elaboradas teorías de
la justicia, para componer impecables razonamientos morales (nos gustan los
mandamientos y los imperativos categóricos), pero muy malos para obedecerlos y
cumplir con lo que juzgamos correcto. Somos una especie que no practica lo que
su mente predica. «El hombre es por natura la bestia paradójica,/ un animal
absurdo que necesita lógica», escribió el poeta español Antonio Machado.
Sabíamos que debíamos cambiar
nuestro modo de vida. Sabíamos que teníamos una obligación moral con las
generaciones venideras, que era inaceptable el sacrificio de buena parte de su
bienestar por una pequeña parte del nuestro, pero poco hicimos. En ese sentido,
Hume fue un visionario de la estupidez de la especie. Mostró los límites de
nuestra solidaridad. Nuestra incapacidad de incorporar en nuestras decisiones
el bienestar de quienes viven muy lejos en el espacio o en el tiempo.
Voy a pasar ahora a mi segundo
punto, a propósito de un pensador del siglo xx,
Garrett Hardin. No comparto algunas de sus posiciones, pero escribió un breve
ensayo sobre la tragedia de los comunes que predijo el desastre, la trayectoria
catastrófica, la inercia inevitable de las cosas. Hardin escribió con lo que
podríamos llamar urgencia malthusiana. Vivió los años más convulsionados de
nuestra historia demográfica, años de un crecimiento desbordado de la
población. Usaré un ejemplo bucólico para describir la situación. Imaginemos un
grupo de pastores que comparten un terreno común. Cada pastor es dueño de un
pequeño rebaño. Uno de ellos decide ampliarlo y llevar más ovejas al terreno
compartido. El beneficio individual es evidente. También lo es el costo social:
menos alimento y espacio para las ovejas de todos. Pero el pastor piensa en lo
primero y no en lo segundo: hace lo ventajoso individualmente, no lo racional
colectivamente. Los demás deciden hacer lo mismo y sobreviene, entonces, la
destrucción del terreno y la amenaza a una forma de vida.
Hardin planteó dos asuntos
distintos, pero complementarios. Primero: la tierra es nuestro terreno común,
nuestro espacio compartido. Segundo: nos comportamos irracionalmente desde una
perspectiva colectiva: pocas veces incorporamos el bienestar de los otros en
nuestras decisiones. Hardin comparte el pesimismo de Hume. Aunque creía en las
leyes, no pensaba que la conciencia (esto es, el razonamiento moral) pudiera
salvarnos.
A lo largo de la historia, en
comunidades cerradas, pequeñas, los seres humanos diseñaron salidas eficaces a
los problemas de acción colectiva. Pero en el ámbito planetario, no fue
posible. Fuimos incapaces de llegar a un acuerdo cooperativo a escala
planetaria. Los países ricos no disminuyeron sus ovejas; los otros, los más
pobres, no renunciaron a introducir las suyas. Una tragedia, sin duda. Las
instituciones multilaterales, las llamadas a resolver los problemas de acción
colectiva, quedaron en nada, en pronunciamientos vacíos, en prescripciones que
nadie obedecía. La razón no pudo contener al elefante desbocado.
En su historia, la humanidad
fue ampliando el círculo de solidaridad, fue dejando atrás sus instintos más tribales;
fue diseñando reglas de juego que garantizaban formas sofisticadas de cooperación.
Pero la crisis climática ocurrió muy rápido y la cooperación global fracasó.
Preferimos la negación. Los seres humanos tendemos a ser impasibles ante
amenazas hipotéticas de riesgos futuros. Nuestra psicología es presentista. Nos
unimos ante una amenaza súbita, la guerra, por ejemplo. No ante una tragedia
inexorable que ocurre en cámara lenta como la crisis climática.
Sigo con mi última idea, no sin
antes pedirte perdón por este tedioso inventario, que más parece la lista de
excusas de un adúltero que intenta tranquilizar su conciencia mediante
ejercicios intelectuales. La idea ha sido reiterada muchas veces, de muchas
maneras, con muchos ejemplos, en innumerables historias alegóricas y fábulas
moralizantes. De todas ellas, quiero mencionar una versión de mi tiempo,
articulada por un filósofo latinoamericano que hizo su vida en Estados Unidos,
epicentro del consumismo. Roberto Mangabeira Unger dice que los seres humanos
no solo sabemos que vamos a morir, no solo sospechamos que la vida no tiene sentido,
sino que también somos insaciables, estamos siempre insatisfechos. Vivimos en
un ciclo eterno de deseos cumplidos y descartados: deseo, satisfacción,
aburrimiento, otra vez deseo y así sucesivamente, ad infinitum. Nada
parece saciarnos. Creemos que los bienes materiales van a aliviar nuestro vacío
existencial. Nos aferramos a esa ilusión vana: jamás se cumple, pero nunca la
desechamos.
Los seres humanos nunca
logramos satisfacer nuestras necesidades básicas, pues estas cambian, son
dinámicas, están histórica y socialmente determinadas. Necesitamos lo que
tienen o quieren los otros: los deseos de los demás nos contaminan
irremediablemente. Consumimos porque otros consumen. Y otros consumen porque
nosotros consumimos. Ninguna sociedad o cultura, dice Mangabeira, puede
suprimir esos impulsos fundamentales. Las prédicas de los críticos de la
cultura y la sociedad (razonadas todas) usualmente caen en oídos sordos. Son
palabras al viento. La razón no nos cambia. Los pragmatistas de la suficiencia,
que nos invitan a parar en nuestro afán productivo e innovador, nunca han
reclutado multitudes. La filosofía de la renuncia no parece humana.
Como bien dijo Mangabeira, no
hay retorno a Arcadia. Nuestra salida del edén es irreversible. Nadie ha podido
regresar al paraíso. Tenemos nostalgias naturalistas, sin duda. Pero esa
sociedad armónica, satisfecha y pragmática, que está por encima del remolino de
deseos insaciables, es una tierra de nadie. No quiero seguir con las
justificaciones. Las excusas exasperan, sobre todo después de un rato.
Recuerda, simplemente, que la razón no pudo evitar la tragedia de los comunes,
exacerbada por nuestras insaciables urgencias y nuestra solidaridad limitada.
Hay una imagen que ahora se me viene a la mente y que resume la fórmula de Sándor
Márai (ingenio + estupidez = destrucción): las grandes cabezas de la Isla de
Pascua, adonde quise ir desde que era niño. Esas estatuas gigantes,
antropomórficas, repetidas son una negación del pragmatismo de la suficiencia.
Quién sabe si los habitantes de la isla se extinguieron como consecuencia de
ese frenesí escultor; pudo haber sido por otras causas. Pero la metáfora es
apropiada: una fábula moralizante sobre la autodestrucción, una gran cabeza
humana como resumen de nuestra tragedia.
Termino, simplemente, pidiendo
perdón.
HDH
Fuente:
Gaviria, Alejandro. El
desdén de los dioses: presagios de un mundo apocalíptico. Debate, 2024, pp.
73-83. El capítulo «Humano, demasiado humano» se reproduce con autorización
expresa del autor para el Grupo Sofos.
Grupo
Sofos
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